El objeto de la vida
El objeto de la vida explicado por León Denis.
A través de la sucesión de las épocas, en la superficie de millares de mundos, nuestras existencias se desarrollan,
pasan y se renuevan; en cada una de ellas, desaparece un poco del mal que existe en nosotros; nuestras almas se fortifican, se purifican, penetran más adelante en el camino sagrado, hasta que, libradas de las reencarnaciones dolorosas, han conquistado con sus méritos el acceso a los círculos superiores donde resplandecen eternamente la belleza, la sabiduría, el poder, el amor …
Mediante estos datos, la claridad se hace en nosotros y a nuestro alrededor; nuestro camino se precisa; sabemos lo que somos y adónde vamos.
No se trata ya de buscar las satisfacciones materiales, sino de trabajar con ardor en nuestro adelanto.
El objeto supremo es la perfección; el camino que conduce a ella es el progreso; es largo, y se recorre paso a paso.
El objeto, lejano, parece retroceder, a medida que se avanza; pero, finalizada cada época, el ser recoge el fruto de su trabajo; enriquece su experiencia y desarrolla sus facultades.
Nuestros destinos son idénticos. No hay privilegiados ni malditos. Todos recorren el mismo camino, y, a través de mil obstáculos, están llamados a realizar los mismos fines.
Somos libres, es verdad, de acelerar o de aminorar nuestra marcha, de hundirnos en los goces groseros, de retrasarnos durante vidas enteras en el vicio o en la ociosidad, pero, tarde o temprano, el sentimiento del deber se despierta, el dolor llega a sacudir nuestra apatía y forzosamente reanudamos nuestra carrera.
Sólo hay entre las almas diferencias de grados, diferencias que les está permitido colmar en el porvenir.
Usando de nuestro libre albedrío, no hemos caminado todos con el mismo paso, y así se explica la desigualdad intelectual y moral de los hombres; pero todos, hijos del mismo Padre, debemos aproximamos a él en la sucesión de nuestras existencias, para no formar con nuestros semejantes más que una sola familia, la gran familia de los Espíritus que puebla todo el universo.
Ya no tienen razón de ser en el mundo las ideas de paraíso y de infierno eterno.
No vemos en la inmensidad sino seres que persiguen su propia educación y se elevan, mediante sus esfuerzos, hasta el seno de la universal armonía.
Cada uno de ellos crea su situación con sus actos, cuyas consecuencias recaen sobre él, le atan y le sujetan.
Cuando su vida se entrega a las pasiones y permanece estéril para el bien, el ser se rebaja; su situación se empequeñece.
Para lavar sus manchas, deberá reencarnar en los mundos de dolores y purificarse mediante el sufrimiento.
Cumplida esta purificación, su evolución vuelve a comenzar.
No existen castigos eternos, pero se necesita una reparación proporcionada a las faltas cometidas.
No tenemos otro juez ni otro verdugo que nuestra conciencia. Y ésta, cuando se separa de las sombras materiales, se torna imperiosa y obsesionante.
En el orden moral, como en el orden físico, no hay más que causas y efectos.
Estos últimos están regidos por una ley soberana, inmutable, infalible. Lo que, en nuestra ignorancia, llamamos la injusticia de la suerte no es más que la reparación del pasado.
El destino humano es el pago de la deuda contraída con nosotros mismos y con la ley.
La vida actual es, pues, la consecuencia directa, inevitable de nuestras vidas pasadas, como nuestra vida futura será la resultante de nuestras acciones presentes.
Al venir a animar un cuerpo nuevo, el alma lleva consigo, en cada renacimiento, el bagaje de sus cualidades y sus defectos, todos los bienes y los males acumulados por la obra del pasado.
Así, pues, en la sucesión de nuestras vidas, construimos con nuestras propias manos nuestro ser moral, edificamos nuestro porvenir, preparamos el medio donde debemos renacer, el sitio que debemos ocupar.
Con la ley de reencarnación, la soberana justicia resplandece sobre los mundos.
Todo ser, cuando llega a poseerse en su razón y en su conciencia, se convierte en el artesano de sus destinos, y forja o rompe a voluntad las cadenas que le ligan a la materia.
Las situaciones dolorosas que padecen algunos hombres se explican por la acción de esta ley. Toda vida culpable debe ser rescatada.
Llega una hora en que las almas orgullosas renacen en condiciones humildes y serviles, en que el ocioso ha de
aceptar penosas labores. El que hizo sufrir sufrirá a su vez.
Sin embargo, el alma no está unida para siempre a esta tierra oscura.
Después de haber adquirido las cualidades necesarias la abandona para ir a otros mundos más esclarecidos.
Recorre el campo de los espacios, sembrado de esferas y de soles. Un puesto le será cedido en el seno de las humanidades que los pueblan.
Progresando aún en estos medios nuevos, aumentará sin cesar su riqueza moral y su saber.
Después de un número incalculable de muertes y de renacimientos, de caídas y de ascensiones, librada de las reencarnaciones, gozará de la vida celestial, en la cual participará del gobierno de los seres y de las cosas, contribuyendo con sus obras a la armonía universal y a la ejecución del plan divino.
Tal es el misterio de Psiquis, el alma humana.
El alma lleva grabada en sí la ley de sus destinos.
Aprender a deletrear los preceptos, a descifrar este enigma constituye la verdadera ciencia de la vida.
Cada chispa arrancada al hogar divino, cada conquista lograda sobre el alma misma, sobre sus pasiones, sobre sus instintos egoístas, le proporciona un goce íntimo, tanto más vivo a medida que esta conquista le es más costosa.
Y tal es el cielo prometido a nuestros esfuerzos. Este cielo no se halla lejos de nosotros: está en nosotros.
Felicidades o remordimientos, el hombre lleva en lo más profundo de su ser su grandeza o su miseria, consecuencia de sus actos.
Las voces, melodiosas o severas, que se elevan en él son los intérpretes fieles de la gran ley, tanto más poderosa a medida que se sube más arriba en el camino del perfeccionamiento.
El alma es un mundo, un mundo en el que se mezclan aún las sombras y los rayos de luz y cuyo estudio atento nos hace ir de sorpresa en sorpresa.
En sus pliegues, todos los poderes están en germen, esperando la hora de la fundación para abrirse en chorros de luz.
A medida que se purifica, aumentan sus percepciones.
Todo lo que nos encanta en su estado presente -los dones del talento, los relámpagos del genio-, todo ello es poco, comparado con lo que el alma adquirirá un día, cuando llegue a las supremas alturas.
Ya posee inmensos recursos ocultos en los sentidos íntimos, variados y sutiles, fuentes de vivas impresiones y cuyo ejercicio entorpece casi siempre nuestra grosera envoltura.
Sólo algunas almas elegidas, desligadas por anticipado de las cosas terrestres y purificadas por el sacrificio, han gustado las primicias de ese mundo.
Pero no han encontrado expresiones para describir las sensaciones que les habían embriagado. Y en su ignorancia de la verdadera naturaleza del alma y de los tesoros que ésta contiene, los hombres se rieron de lo que ellos llamaban ilusiones y quimeras.
León Denis
La claridad con que este divulgador de la verdad explica el verdadero signifivado de la existencia material es impresionante.
Nos alegra poder leer sus palabras porque nos hace recordar a cada momento la función de las encarnaciones.
Debemos apresurarnos a retificar nuestros errores, prestar atención en nuetras acciones, buscar corregir lo antes posible las equivocaciones que hemos cometido para poder así, estar en concordancia con las Leyes Divinas. Una vez estemos en paz podemos centrarnos en el progreso de nuestra alma.
Si conocemos lo que hemos hecho cada día, cada acción, realizando un análisis de ellas, podremos anteciparnos a los acontecimientos y procurar no realizar lo que no es correcto en una acción siguiente.
León Denis ofrece la sencillez del conocimiento de que el cielo y el infierno no existen más que en la tranquilidad de la mente en paz o en la inquietud de la mente en deuda, estos estados son el resultado de nuestros procederes y recojeremos la abundancia o la escacez, la alegría o la tristeza de acuerdo a nuestra actuación en las vidas que tengamos.
Aún nos falta, pero llegará el día en que la materia ya no será más que un instrumento de trabajo y las satisfacciones materiales se rebajarán a un segundo plano y estaremos enfocados en trabajar con entusiasmo en nuestro adelanto.
Los seres humanos estamos en el mundo no para gozar y dormir en la quietud, sino para luchar, trabajar y combatir, dice León Denis. Luchar contra laas pasiones, trabajar por nuestro adelanto y combatir el egoísmo y el orgullo en nuestros actos.
Saber escuchar la voz de la conciencia que nos guía siempre en el camino del bien es fundamental, para conseguirlo debemos direccionar nuestros pensamientos en acciones buenas y para el bien, priorizando el amor al prójimo. ¿Por qué? Porque todos somos hermanos y somos parte de la familia universal, y solamente con respeto completo, integral y universal al prójimo estaremos respetando a nosotros mismos.
Cuando hayamos cumplido con el dominio de las voluntades, por consiguiente con la potestad del libre albedrío controlado y con la corrección de los malos actos; nuestro destino será el de ayudar a Dios en su obra con el gobierno de los seres y de las cosas.
Recibiremos como Jesús un número de Espíritus para llevarles por el buen camino, recibiremos un sistema solar para abrigar a estos hermanos, por haber alcanzado el entendimiento de Dios, podremos manejar las fuerzas universales con el conocimiento y práctica del amor en todo nuestro ser, sin prejuicio a nada y a nadie.
Cláudia Bernardes de Carvalho
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Bibliografía
Después de la Muerte
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