Confesiones de Voltaire
Con referencia a la conversación entre los Espíritus Voltaire y Federico, que hemos publicado en el número anterior de la Revista, uno de nuestros corresponsales en Boulogne nos envía la siguiente comunicación; la hemos insertado de muy buen grado porque presenta un lado eminentemente instructivo desde el punto de vista espírita.
Nuestro corresponsal la hizo preceder de algunas reflexiones, que nuestros lectores apreciarán por no omitirlas.
“Si existe un hombre, más que cualquier otro, que debe sufrir los castigos eternos, ese hombre es Voltaire. La ira y la venganza de Dios lo han de perseguir para siempre: he aquí lo que nos dicen los teólogos de la vieja escuela.
“¿Qué dicen ahora los maestros de la teología moderna?
Es posible –dicen ellos– que desconozcáis al hombre, no menos que al Dios de que habláis; evitad las pasiones inferiores del odio y de la venganza y no manchéis a Dios con las mismas.
Si Dios se preocupa con ese pobre pecador, si toca en el insecto, será para arrancarle el aguijón, para llevar hacia Él una cabeza exaltada, un corazón extraviado.
Además, digamos que Dios sabe leer en los corazones diferentemente que vosotros, encontrando el bien donde sólo encontráis el mal. Si ha dotado a este hombre de un gran genio, ha sido para el bien de la raza y no para su infortunio.
¿Qué importa, pues, sus primeras extravagancias, sus modales de francotirador entre vosotros?
Un alma de ese temple no podría proceder sino de ese modo: la mediocridad era imposible para él, sea en lo que fuese.
Ahora que se ha orientado y que está libre de las patas y de los dientes del potro indomable en su pastoreo terrestre, viene a Dios como un dócil corcel, pero siempre grande, tan soberbio para el mal como para el bien.
A continuación veremos por cuáles medios se ha operado esa transformación; veremos a nuestro alazán de los desiertos, con las crines aún largas y las narinas al viento, corriendo a través de los espacios del Universo.
Ha sido allí que, con el pensamiento suelto, él ha encontrado esa libertad que era su esencia, ¡sorbiendo a plenos pulmones esa respiración de donde extrajo la vida!
¿Qué le ha sucedido?
Se ha perdido y confundido; en fin, el gran predicador de la nada ha encontrado la nada, pero no como él la comprendía; humillado, decaído en sí mismo, golpeado en su pequeñez, él –que se creía tan grande– ha sido aniquilado ante su Dios; he aquí que está con el rostro en el suelo a la espera de su sentencia, que dice: ¡Levántate, hijo mío, o vete, miserable! Encontraremos el veredicto en la siguiente comunicación.
“Estas Confesiones de Voltaire tendrán tanto más valor en la Revista Espírita, porque nos lo muestra en su doble aspecto.
Hemos visto a algunos Espíritus naturalistas y materialistas que, con tan poco juicio como su maestro –pero sin tener su corazón–, persistían en vanagloriarse en su cinismo.
Que permanezcan en su infierno en cuanto se complazcan en desafiar al cielo y mientras se burlen de todo lo que hace a la felicidad del hombre; es lógico, es su propio lugar.
Pero nosotros también creemos que es lógico que aquellos que reconocen sus errores recojan sus frutos.
De este manera, creemos que no estamos haciendo apología del viejo Voltaire; solamente lo aceptamos en su nuevo papel y nos regocijamos con su conversión, que glorifica a Dios y que no puede dejar de impresionar profundamente a aquellos que aún hoy se dejan arrastrar por sus escritos. Allá está el veneno, aquí está el antídoto.
«Esta comunicación, traducida del inglés, ha sido extraída de la obra del juez Edmonds, publicada en los Estados Unidos. Tiene la forma de una conversación entre Voltaire y Wolsey, el célebre cardenal inglés del tiempo de Enrique VIII. Dos médiums sirvieron separadamente como intermediarios para transmitir este diálogo».
Voltaire. –¡Qué inmensa revolución en el pensamiento humano tuvo lugar desde que he dejado la Tierra!
Wolsey. –En efecto, ese descreimiento que por entonces se os reprochaba, ha crecido descomedidamente desde aquel tiempo. No es que el mismo tenga hoy tantas pretensiones, pero es más profundo y más universal, y a menos que consigan detenerlo, él amenaza tragar a la Humanidad en el materialismo, más de lo que lo hizo durante siglos.
Voltaire. –¿Descreimiento en qué y con relación a quién? ¿Eso está en la ley de Dios y del hombre? ¿Pretendes acusarme de descreimiento porque no me he sometido a los estrechos prejuicios de las sectas que me rodeaban? Es que mi alma requería una amplitud de pensamiento, un rayo de luz, más allá de las doctrinas humanas. Sí, mi alma, en la oscuridad, estaba sedienta de luz.
Wolsey. –Por eso es que yo sólo quería hablar del descreimiento que os era atribuido; pero infelizmente, no sabéis cuánto esta imputación aún os pesa. No me cabe reprocharos, sino manifestaros mi pesar, porque vuestro desprecio por dichas doctrinas –que eran apenas materiales e inventadas por los hombres– no podría perjudicar a Espíritus semejantes al vuestro.
Pero esta misma causa que actuaba sobre vuestro Espíritu, operaba igualmente sobre los otros, los cuales eran demasiado débiles y lo bastante pequeños como para llegar a los mismos resultados que vos.
Entonces, he aquí cómo aquello que en vos no era más que una negación de las dogmas de los hombres, se traducía en los otros como una negación de Dios.
Ha sido de esta fuente que se ha esparcido con una rapidez tan espantosa la duda sobre el futuro del hombre.
También he aquí por qué el hombre, al limitar todas sus aspiraciones a este mundo solamente, ha caído cada vez más en el egoísmo y en el odio al prójimo.
Ésta es la causa, sí, la causa de este estado de cosas que importa buscar, porque una vez encontrada, el remedio será relativamente fácil. Decidme, ¿conocéis esta causa?
Voltaire. –Mis opiniones, tales como han sido dadas al mundo, estaban impregnadas –es verdad– de un sentimiento de amargura y de sátira; pero notad bien que por entonces yo tenía el Espíritu estremecido, por así decirlo, por una lucha interior.
Consideraba a la Humanidad como siendo inferior a mí en inteligencia y en perspicacia; no veía más que títeres que podían ser manejados por cualquier hombre dotado de una voluntad fuerte, y yo me indignaba al ver que esa Humanidad –arrogándose una existencia inmortal– estaba siendo modelada por elementos innobles.
¿Sería posible, pues, creer que un ser de esta especie hiciera parte de la Divinidad, y que con sus débiles manos pudiese apoderarse de la inmortalidad? Esta laguna entre dos existencias tan desproporcionadas me contrariaba, y yo no podía llenarla. En el hombre yo veía apenas a un animal, y no a Dios.
Reconozco que en algunos casos mis opiniones han influido lamentablemente; pero tengo la convicción de que, en otros aspectos, las mismas han tenido su lado bueno.
Consiguieron levantar a varias almas que se habían degradado en la esclavitud; rompieron las cadenas del pensamiento y dieron alas a las grandes aspiraciones. Pero infelizmente, yo también –que pensaba tan alto– me perdí como los otros.
Si en mí la parte espiritual se hubiese desarrollado tan bien como la parte material, habría podido razonar con más discernimiento; pero al confundirlas, perdí de vista esta inmortalidad del alma que yo tanto buscaba y deseaba encontrar.
Así, tan exaltado estaba en mi lucha con el mundo, que llegué –casi sin quererlo– a negar la existencia de un futuro.
La oposición que hacía a las opiniones tontas y a la credulidad ciega de los hombres me impelía al mismo tiempo a negar y a contraponer todo el bien que la religión cristiana pudiera hacer.
Sin embargo, por más descreído que fuese, yo sentía que era superior a mis adversarios; sí, mucho más allá del alcance de su inteligencia; la bella faz de la Naturaleza me revelaba el Universo y me inspiraba el sentimiento de una vaga veneración, mezclado al deseo de una libertad ilimitada, sentimientos que ellos nunca tenían por estar envueltos en las tinieblas de la esclavitud.
Entonces mis obras han tenido su lado bueno, pues sin las mismas el mal que habría llegado a la Humanidad hubiera sido peor, porque ninguna oposición hubiese tenido.
Varios hombres no aceptaban más la esclavitud; muchos de entre ellos se volvieron libres, y si aquello que yo predicaba les dio un único pensamiento elevado o si les hizo dar un solo paso en el camino de la Ciencia, ¿esto no sería abrirles los ojos hacia su verdadera condición?
Lo que lamento es haber vivido tanto tiempo en la Tierra sin saber lo que yo habría podido ser y lo que habría podido hacer. ¡Qué no habría hecho si hubiese tenido la bendición de esas luces del Espiritismo que hoy se derraman sobre los Espíritus de los hombres!
Descreído y dubitativo entré en el mundo espiritual.
Mi presencia, por sí sola, era suficiente para suprimir todo destello de luz que pudiese iluminar mi alma oscurecida; solamente la parte material de mi ser se había desarrollado en la Tierra; en cuanto a la parte espiritual, se había perdido en medio de mis desvaríos en busca de la luz, como si hubiera sido encerrada en una jaula de hierro.
Altivo y burlón, allí me iniciaba, no conociendo ni preocupándome en conocer ese futuro que yo tanto había combatido en el cuerpo.
Pero hagamos aquí esta confesión: hubo siempre en mi alma una voz muy suave que se hacía escuchar a través de las barreras materiales y que pedía luz.
Era una lucha incesante entre el deseo de saber y una obstinación en no saber.
De esta manera, mi entrada estaba lejos de ser agradable. ¿No acababa de descubrir la falsedad, la nada de las opiniones que yo había sostenido con toda la fuerza de mis facultades?
En definitiva, el hombre era inmortal y yo no podía dejar de ver que debía igualmente existir un Dios, un Espíritu inmortal, que estaba al frente de todo y que gobernaba ese espacio ilimitado que me rodeaba.
Como yo viajaba constantemente, sin concederme reposo alguno, a fin de convencerme de que eso aún podría muy bien ser un mundo material en que me encontraba, ¡mi alma luchó contra la verdad que me aplastaba! ¡No pude realizarme como Espíritu, que acababa de dejar su morada mortal!
No hubo nadie con quien pudiese entablar relaciones, porque a todos yo había rehusado la inmortalidad.
No existía reposo para mí: estaba siempre errante y dubitativo; en mí, el Espíritu, tenebroso y amargo, se comportaba como un maníaco, impotente en seguir algo fijo o en detenerse.
Ya he dicho que abordé el mundo espiritual con un tono burlón y lanzando un desafío. Inicialmente fui conducido lejos de las habitaciones de los Espíritus, y recorrí el espacio inmenso.
Después me fue permitido observar las construcciones maravillosas de las moradas espirituales y, en efecto, me parecieron sorprendentes; fui impelido, aquí y allí, por una fuerza irresistible; tuve el deber de observar hasta que mi alma se quedase deslumbrada por los esplendores y aplastada ante el poder que controlaba tales maravillas.
En fin, quise esconderme y acurrucarme, pero no pude.
Fue en ese momento que mi corazón comenzó a sentir la necesidad de expandirse; relacionarme con alguien se volvía urgente, y sentía como si me quemase el deseo de decir cuánto yo había inducido al error, no por los otros, sino por mis propios sueños. No tenía más la ilusión de mi importancia personal, porque sentía cuán pequeño yo era en este gran mundo de los Espíritus.
En fin, estaba de tal modo apesadumbrado y humillado que fue permitido que me reuniese con algunos habitantes. Solamente entonces pude contemplar la posición en que me había colocado en la Tierra y lo que de eso resultaba para mí en el mundo espiritual.
Os dejo evaluar si esta apreciación me favorecía.
Una revolución completa, una transformación de arriba abajo tuvo lugar en mi organismo espiritual, y de maestro que me consideraba, me volví el más fervoroso alumno.
¡Cuánto progreso realicé con la expansión intelectual que estaba en mí!
Mi alma se sentía iluminada y abrazada por el amor divino; sus aspiraciones hacia la inmortalidad, de reprimidas que estaban, tomaron un impulso gigantesco.
Veía cuán grandes habían sido mis errores y cuán grande debía ser la reparación para expiar todo lo que yo había hecho o dicho, y todo lo que hubiese podido seducir o engañar a la Humanidad.
¡Cómo son magníficas esas lecciones de sabiduría y de belleza celestiales! Superan todo lo que yo podría haber imaginado en la Tierra.
En resumen, viví lo suficiente como para reconocer en mi existencia terrestre una guerra encarnizada entre el mundo y mi naturaleza espiritual.
Lamenté profundamente las opiniones que emití y que desviaron a muchos en el mundo; pero, al mismo tiempo, soy muy grato al Creador –el infinitamente sabio–, porque siento que fui un instrumento para ayudar a los Espíritus de los hombres en dirección al examen y al progreso.
Nota – No agregaremos ninguna reflexión a esta comunicación, cuya profundidad y elevado alcance cada uno ha de apreciar, y en la cual se encuentra toda la superioridad del genio.
Tal vez nunca se haya dado un cuadro más grandioso y más impresionante del mundo espiritual y de la influencia de las ideas terrestres en las ideas del Más Allá.
En la conversación que hemos publicado en nuestro número anterior, se encuentra el mismo fondo en los pensamientos, aunque menos desarrollados y sobre todo expresados menos poéticamente.
Los que sólo se vinculan a la forma, sin duda dirán que no reconocen al mismo Espíritu en esas dos comunicaciones, y que principalmente la última no les parece a la altura de Voltaire, de donde sacarán la conclusión de que una de las mismas no es de él.
Ciertamente cuando lo hubimos llamado, él no nos trajo su certificado de nacimiento; pero cualquiera que vea menos superficialmente, se quedará admirado con la identidad de miras y de principios existentes entre esas dos comunicaciones, obtenidas en épocas distintas, a una enorme distancia y en idiomas diferentes.
Si el estilo no es el mismo, no hay contradicción en el pensamiento, y esto es lo esencial. Pero si es el mismo Espíritu que ha hablado en esas dos comunicaciones, ¿por qué es tan explícito y tan poético en una, mientras que es tan lacónico y tan llano en la otra?
Es preciso no haber estudiado los fenómenos espíritas para no darse cuenta de ello.
Esto proviene de la misma causa que hace que el mismo Espíritu dicte encantadoras poesías por un médium, y no pueda dictar un solo verso a través de otro.
Conocemos a médiums que no son poetas –por lo menos en este mundo– y que obtienen versos admirables, así como hay otros que nunca aprendieron a dibujar, pero que hacen cosas maravillosas.
Por lo tanto, es necesario reconocer –haciendo abstracción de las cualidades intelectuales– que entre los médiums hay aptitudes especiales que los vuelven, para ciertos Espíritus, instrumentos más o menos flexibles y más o menos cómodos.
Decimos para ciertos Espíritus porque los Espíritus también tienen sus preferencias, fundadas en razones que no siempre conocemos; de esta manera, el mismo Espíritu será más o menos explícito, según el médium que le sirva de intérprete, y sobre todo según el hábito que tenga de servirse de él.
Además, es cierto que un Espíritu que se comunica frecuentemente por la misma persona lo hace con más facilidad que otro que venga por primera vez.
Por lo tanto, la emisión del pensamiento puede ser obstaculizada por una multitud de causas; pero cuando es el mismo Espíritu, el fondo del pensamiento es el mismo aunque la forma sea diferente, y el observador atento lo ha de reconocer fácilmente mediante ciertos trazos característicos.
Al respecto, relataremos el siguiente hecho:
El Espíritu de un soberano, que en el mundo desempeñó un papel preponderante, al haber sido llamado en una de nuestras reuniones comenzó manifestándose con un acto de cólera al rasgar el papel y al quebrar el lápiz.
Su lenguaje estaba lejos de ser benevolente, porque se sentía humillado de venir hacia nosotros, y preguntó si creíamos que él debiese rebajarse para respondernos.
Sin embargo, dijo que convino en hacerlo porque estaba como obligado y forzado por un poder superior al suyo; pero que si dependiese de él, no lo haría. Uno de nuestros corresponsales en África, que de modo alguno tenía conocimiento del hecho, nos escribió que en una reunión de la cual él hacía parte, se quiso evocar al mismo Espíritu.
Su lenguaje fue del todo idéntico:
“¿Creéis –dijo él– que yo vendría aquí voluntariamente, a esta casa de mercaderes, que quizás ni uno de mis criados quisiese vivir?
No os respondo; eso me recuerda a mi reino, donde yo era tan feliz; tenía autoridad total sobre mi pueblo, y ahora es preciso que me someta a vosotros”.
El Espíritu de una reina, que cuando encarnada no se había distinguido por la bondad, respondió en el mismo Círculo:
“No me interroguéis más: me fastidiáis; si yo tuviera todavía el poder que tenía en la Tierra, os haría arrepentir bastante; ahora, os burláis de mí, de mi miseria, porque no puedo hacer nada contra vosotros. ¡Soy muy infeliz!”
–¿No está aquí un curioso estudio de las costumbres espíritas?
Fuente
Kardec, A.,Revista Espírita.Periódio de Estudios Psicológicos,septiembre de 1859,Año II.
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