Dejad que los niños vengan a mí
Cristo dijo:
“Dejad que los niños vengan a mí”.
Estas palabras, profundas pese a su sencillez, no contenían una simple convocatoria dirigida a los niños, sino a las almas que gravitan en las regiones inferiores, donde la desdicha no sabe nada acerca de la esperanza.
Jesús llamaba hacia Él a la infancia intelectual de la criatura formada: a los débiles, a los esclavizados, a los viciosos.
No podía enseñar nada a la infancia física, prisionera de la materia, sometida al yugo del instinto, que aún no estaba integrada en el orden superior de la razón y de la voluntad, que se ejercen en función de ella y para ella.
Jesús quería que los hombres se acercaran a Él con la misma confianza de esos pequeños seres de pasos vacilantes, cuya convocatoria atrae hacia Él al corazón de las mujeres, porque todas son madres.
De ese modo, sometía a las almas a su tierna y misteriosa autoridad. Jesús fue la antorcha que disipa las tinieblas, el clarín de la mañana que toca a despertar.
Fue el iniciador del espiritismo, que debe a su vez atraer hacia Él, no a los niños, sino a los hombres de buena
voluntad. La acción viril ha comenzado.
Ya no se trata de creer instintivamente, ni de obedecer en forma maquinal; es preciso que el hombre siga la ley inteligente, que le es revelada en su universalidad.
Amados míos, han llegado los tiempos en que, explicados, los errores se convertirán en verdades.
Nosotros os enseñaremos el sentido exacto de las parábolas, y os mostraremos la correlación poderosa que existe entre lo que fue y lo que es.
En verdad os digo: la manifestación espírita se amplía en el horizonte, y aquí está su enviado, que habrá de resplandecer como el sol en la cima de los montes.
(Juan Evangelista. París, 1863.)
Dejad venir a mí a los niños, porque yo poseo el alimento que fortifica a los débiles.
Dejad venir a mí a aquellos que, tímidos y cansados, tienen necesidad de apoyo y de consuelo.
Dejad venir a mí a los ignorantes, para que yo los instruya.
Dejad venir a mí a todos los que sufren, a la multitud de los afligidos y los desventurados.
¡Yo les enseñaré el gran remedio para aliviar los males de la vida!
¡Yo les revelaré el secreto para curar sus heridas!
¿Cuál es, amigos míos, ese bálsamo soberano que posee la virtud por excelencia, ese bálsamo que se aplica a todas las llagas del corazón y las cicatriza?
¡Es el amor, es la caridad!
Si tenéis ese fuego divino, ¿a qué temeréis? Diréis en todos los instantes de vuestra vida:
“Padre mío, hágase tu voluntad y no la mía. Si te complace probarme mediante el dolor y las tribulaciones, bendito seas, pues sé que es por mi bien que tu mano pesa sobre mí.
Si es de tu agrado, Señor, tener piedad de tu frágil criatura, si concedes a su corazón los goces puros, bendito seas también.
Con todo, ¡haz que el amor divino no se adormezca en su alma, sino que sin cesar la estimule a que la voz de su reconocimiento se eleve hasta tus pies!”.
Si tenéis amor, poseeréis todo lo que se puede desear en la Tierra, poseeréis la perla por excelencia, que ni los
acontecimientos ni las fechorías de los que os aborrecen y os persiguen podrán arrebataros.
Si tenéis amor, habréis colocado vuestro tesoro allí donde las polillas y la herrumbre no pueden alcanzarlo, y veréis borrarse gradualmente de vuestra alma todo lo que pueda manchar su pureza.
Sentiréis que el peso de la materia se aligera día a día y, semejante al ave que surca los aires y no se acuerda ya de la Tierra, ascenderéis sin cesar, ascenderéis siempre, hasta que vuestra alma, embriagada, pueda saciarse de su elemento de vida en el seno del Señor.
(Un Espíritu protector. Burdeos, 1861.)
Kardec,A., El Evangelio según el Espiritismo.
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