El espacio y el tiempo
Uranografía es la parte de la astronomía que estudia la descripción de los cuerpos celestes.
Dentro de La Génesis, los milagros y las predicciones según el espiritismo, el cuarto libro de la Codificación Espírita, encontramos una serie de explicaciones dictadas por los Espíritus acerca de la uranografía general.
El capítulo VI, El espacio y el tiempo, vemos una aclaración estupenda acerca de este tema.
Nos dice Allan Kardec que:
«Este capítulo ha sido extraído textualmente de una serie de comunicaciones dictadas a la Sociedad Espírita de París, en 1862 y 1863, bajo el título de Estudios uranográficos, firmadas por el Espíritu de Galileo. El médium fue el señor C. F.
Estas iniciales se corresponden con las del astrónomo espírita Camille Flammarion.
Espacio
Se han dado varias definiciones del espacio, entre las cuales la principal es esta: el espacio es la extensión que separa a dos cuerpos.
De ahí, ciertos sofistas han deducido que donde no haya cuerpos no habrá espacio.
Algunos doctores en teología se basaron en esto para establecer que el espacio es necesariamente finito, alegando que cierto número de cuerpos limitados no podría formar una serie infinita, y que allí donde se acabaran los cuerpos también se acabaría el espacio.
El espacio también ha sido definido como el lugar donde se mueven los mundos, el vacío donde actúa la materia, etc.
Dejemos todas esas definiciones, que nada definen, en los tratados donde descansan.
Espacio es una de esas palabras que representan una idea primitiva y axiomática, evidente de por sí, y a cuyo respecto las diversas definiciones que se puedan dar no hacen más que oscurecerla.
Todos sabemos qué es el espacio, y por mi parte sólo quiero manifestar que es infinito, a fin de que nuestros estudios ulteriores no encuentren ninguna barrera que obstaculice las investigaciones de nuestra mirada.
Ahora bien, digo que el espacio es infinito, por el hecho de que es imposible imaginarse un límite cualquiera para él, y porque, a pesar de la dificultad con que nos topamos para concebir el infinito, nos resulta más fácil avanzar eternamente por el espacio, con el pensamiento, que detenernos en un punto cualquiera después del cual no encontrásemos más extensión para recorrer.
Para imaginarnos la infinitud del espacio, tanto como nos lo permitan nuestras limitadas facultades, supongamos que, partiendo de la Tierra, perdida en medio del infinito, hacia un punto cualquiera del universo, con la velocidad prodigiosa de la chispa eléctrica, que recorre millares de leguas por segundo, tras haber recorrido millones de leguas poco después de dejar este globo, nos encontramos en un lugar desde donde apenas lo divisamos con el aspecto de una pálida estrella.
Transcurrido un instante, siguiendo siempre en la misma dirección, llegamos a esas estrellas lejanas que vosotros apenas divisáis desde vuestra estación terrestre.
A partir de ahí, no sólo la Tierra desaparece por completo para nuestra mirada en las profundidades del cielo, sino que también vuestro Sol, con todo su esplendor, se ha eclipsado por la extensión que nos separa de él.
Impulsados siempre por la misma velocidad del relámpago, a cada paso que avanzamos en la inmensidad trasponemos sistemas de mundos, islas de luz etérea, carreteras de estrellas, parajes fastuosos donde Dios sembró los mundos con la misma profusión con que sembró las plantas en las praderas terrestres.
Ahora bien, hace apenas unos pocos minutos que andamos, y ya nos separan de la Tierra cientos de millones de millones de leguas, miles de millones de mundos han pasado delante de nuestra vista y, en la realidad –¡escuchad esto!–, no hemos avanzado un solo paso en el universo.
Si continuáramos durante años, siglos, miles de siglos, millones de períodos cien veces seculares, y siempre con la misma velocidad del relámpago, tampoco habríamos avanzado ni un paso, sea cual fuere el lugar hacia donde nos dirigiésemos a partir de ese granito invisible que hemos dejado y que se denomina Tierra.
¡Eso es el espacio!
Tiempo
El tiempo, al igual que el espacio, también es una palabra que se define por sí misma.
De él nos formamos una idea más exacta si lo relacionamos con el todo infinito.
El tiempo es la sucesión de las cosas.
Está ligado a la eternidad del mismo modo que las cosas están ligadas al infinito.
Supongamos que nos hallamos en el origen de nuestro mundo, en la época primitiva en que la Tierra todavía no se movía al impulso divino; en una palabra, en el comienzo de la génesis.
Por entonces, el tiempo todavía no había salido de la misteriosa cuna de la naturaleza, y nadie puede decir en qué época nos hallamos, dado que el péndulo de los siglos todavía no ha sido puesto en movimiento.
Pero ¡silencio! Suena en la campanilla eterna la primera hora de una Tierra aislada; el planeta se mueve en el espacio y, desde entonces, existen la tarde y la mañana.
Más allá de la Tierra, la eternidad permanece impasible e inmóvil, aunque el tiempo marche para muchos otros mundos.
En la Tierra, el tiempo la sustituye, y durante una determinada serie de generaciones se contarán los años y los siglos.
Transportémonos ahora al último día de ese mundo, a la hora en que, curvada por el peso de la vetustez, la Tierra se borrará del libro de la vida para no volver a figurar en él.
Se interrumpe entonces la sucesión de los acontecimientos; cesan los movimientos terrestres que medían el tiempo, y el tiempo se acaba con ellos.
Esta sencilla exposición de las cosas naturales que dan nacimiento al tiempo, que lo alimentan y dejan que él se extinga, basta para mostrar que, visto desde el punto en que debemos colocarnos para nuestros estudios, el tiempo es una gota de agua que cae al mar desde una nube, cuya caída se mide.
Hay tantos mundos en la vasta extensión, como tiempos diversos e incompatibles.
Fuera de los mundos, solamente la eternidad sustituye esas efímeras sucesiones y llena tranquilamente con su luz inmóvil la inmensidad de los cielos.
Inmensidad sin límites y eternidad sin límites, esas son las dos grandes propiedades de la naturaleza universal.
La mirada del observador que atraviesa, sin encontrar jamás algo que lo detenga, las inconmensurables distancias del espacio, y la del geólogo que se remonta más allá de los límites de las edades, o que desciende a las profundidades de la eternidad, donde ambos se perderán un día, obran en concordancia, cada uno en su dirección, para adquirir esta doble noción del infinito: extensión y duración.
Ahora bien, dentro de este orden de ideas, nos será fácil concebir que, puesto que el tiempo sólo es la relación de las cosas transitorias y depende únicamente de las cosas que se miden, si tomásemos un siglo terrestre como unidad y lo acumuláramos de a miles para formar un número colosal, ese número nunca representaría más que un punto en la eternidad, del mismo modo que miles de leguas adicionadas a miles de leguas no dan más que un punto en la extensión.
De ese modo, por ejemplo, ya que los siglos están fuera de la vida etérea del alma, podríamos escribir un número tan largo como el ecuador terrestre, y suponer que hemos envejecido ese número de siglos, sin que en la realidad nuestra alma cuente un solo día más.
Y si agregamos a ese número indefinible de siglos una serie de números semejantes, larga como de aquí al Sol, o todavía más considerable, y si imaginásemos que viviremos durante una sucesión prodigiosa de períodos seculares representados por la suma de esos números, cuando llegásemos al término, el inconcebible cúmulo de siglos que pesaría sobre nuestras cabezas sería como si no existiese, pues delante de nosotros estaría siempre toda la eternidad.
El tiempo sólo es una medida relativa de la sucesión de las cosas transitorias.
La eternidad no es susceptible de ser medida desde el punto de vista de la duración; para ella no hay comienzo ni fin: todo es presente.
Si siglos y siglos son menos que un segundo en relación con la eternidad, ¿qué será la duración de la vida humana?»
Solemos decir: «Da tiempo al tiempo y todo se resolverá.», una expresión codidiana que encierra muchas verdades.
Ya que el tiempo permite que las circunstancias se transformen, que las personas reflexionen y cambien de parcer.
Nos dice este Espíritu C:F: «inmensidad sin límites y eternidad sin límites, esas son las dos grandes propiedades de la naturaleza universal.»
Lo que conocorda con lo dicho por los Espíritus Superiores al defenir Dios:
“Dios es eterno, inmutable, inmaterial, único, todopoderoso, soberanamente justo y bueno.
Él ha creado el universo, que comprende la totalidad de los seres animados e inanimados, materiales e inmateriales.
Los seres materiales constituyen el mundo visible o corporal, y los seres inmateriales el mundo invisible o espírita, es decir, de los Espíritus.»
¿Qué se debe entender por lo infinito?
“Lo que no tiene principio ni fin: lo desconocido. Todo lo que es desconocido es infinito.”
¿Se podría decir que Dios es lo infinito?
“Definición incompleta. Pobreza del lenguaje de los hombres, que es insuficiente para definir las cosas que están por encima de su inteligencia.”
«Dios es infinito en sus perfecciones, pero lo infinito es una abstracción. Decir que Dios es lo infinito implica tomar el atributo por la cosa misma y definir una cosa que no es conocida mediante otra que tampoco lo es», nos explica Allan Kardec.
Dios creó el espacio y el tiempo que en ciertas circunstancias es medible, por ejemplo, dentro de los límites materiales. Lo ha creado por su inmensa bondad para que sus hijos predilectos, los Espíritus, progresen y lleguen a la meta de ayudarle en Su eterno crear.
En El Libro de los Espítitus, Libro Primero, capítulo II, Espacio Universal, encontramos la siguiente pregunta realizada a los buenos Espíritus:
El espacio universal, ¿es infinito o limitado?
“Infinito. Suponle límites: ¿qué habría más allá?
Eso confunde a tu razón, bien lo sé. Sin embargo, tu razón te dice que no puede ser de otro modo. Lo mismo ocurre con lo infinito en todas las cosas. En vuestro reducido ámbito no podéis comprenderlo.”
Así como hay una inmensidad de planetas en el universo, hay diferentes tiempos acordes a cada uno y que son incompatibles entre sí, el tiempo es relativo y marca el suceder de las cosas que tienen transitoriedad. Los Espíritus, al no estar sujetos a las fuerzas materiales se mueven en el espacio con la fuerza del pensamiento, que es un reflejo de su voluntad.
Espacio y tiempo funcionan en concordancia, cada uno en su eje, para adquirir el concepto de extensión y duración.
¿Cómo creó Dios el universo?, preguntó el codificador a los Espíritus Superiores:
“Para servirme de una expresión común: por medio de su Voluntad. Nada describe mejor esa voluntad todopoderosa que las bellas palabras del Génesis: ‘Dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz’.»
Por medio de su Voluntad virtuosa, Dios elaboró todo lo que existe, la materia más o menos densa y los Espíritus.
Cláudia Bernardes de Carvalho
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Bibliografía
Kardec, A., El Libro de los Espíritus
Kardec, A., La Génesis, los milagros y las predicciones según el espiritismo
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