El porqué del ser y del destino
Cuando contemplamos el espectáculo del Universo con los ojos de la ciencia, la naturaleza entera se nos aparece bajo el carácter de un dinamismo inmenso, en cuyo seno se asocian o se transforman las fuerzas de la física y de la química. Una gran unidad envuelve el Universo. El movimiento universal arrastra a los átomos como a los mundos.
La vida es un intercambio incesante de materia. Todos los seres están constituidos de las mismas moléculas, que pasan sucesivamente de uno a otro, de manera que lo que somos físicamente se nos presta de forma temporal. Nuestro cuerpo se renueva constantemente, y la mayoría de nuestros tejidos y células desaparecen en poco tiempo. Los átomos que forman nuestra materia no están muchos años con nosotros, incluso las células que más viven, las neuronas del córtex, renuevan continuamente sus átomos.
En este incesante cambio de materia nada nos pertenece en propiedad. Sólo nuestro ser pensante es realmente nuestro. Más allá de eso, la materia que forma nuestros nervios, huesos, músculos y órganos viene y va, pasa de un ser a otro.
¿Cuál es pues la naturaleza de nuestro ser pensante? ¿Sobrevive a la muerte? ¿O será el resultado de las funciones cerebrales? Según los materialistas, toda nuestra conciencia e inteligencia es el resultado de la materia. Pero los átomos no pueden representar la razón, el genio, el amor, las altas cualidades morales. La materia no puede engendrar cualidades que no tiene.
Unos átomos y una materia, dice la ciencia, que se transforman continuamente dentro de nosotros, de tal forma que no somos ni un 10% de lo que éramos hace 5 años, materialmente hablando. La realidad es que nuestra materia se transforma, mientras que nuestra conciencia y nuestro ser pensante permanecen.
¿De qué modo la memoria, la personalidad, el yo, pueden persistir y mantenerse en medio de las continuas destrucciones y reconstrucciones orgánicas? Cuestión sin solución real para el materialismo.
Si el ser humano estuviese contenido por entero en el germen físico tendría los mismos defectos y cualidades de sus padres y en la misma proporción. Sin embargo sucede justo lo contrario, pues vemos por todas partes niños que difieren de sus padres, que les adelantan o bien les son inferiores. La historia nos muestra impresionantes ejemplos en los hombres de genio. Hermanos gemelos de gran parecido físico presentan, intelectual y moralmente, caracteres muy diferentes entre sí y sus progenitores. ¿Cómo explicar las experiencias cercanas a la muerte? ¿Los recuerdos comprobados de vidas anteriores en los niños? ¿Las regresiones de memoria?
No es el organismo material lo que da la personalidad, sino el ser interior, el ser psíquico. Nuestro cerebro no es más que un instrumento, un intermediario entre el espíritu y la materia. Mientras la materia se dispersa y se desvanece, y el átomo se subdivide, sólo el espíritu representa en el Universo el elemento indestructible, imperecedero e inmortal.
La sobrevivencia del alma, escudriñada desde el punto de vista filosófico, tiene numerosos argumentos racionales a su favor y ninguno en contra que sea verdaderamente legítimo. Invitamos al lector a profundizar en ellos a través de la lectura de las obras de Allan Kardec, comenzando por ¿Qué es el espiritismo?
Pero han sido los hechos los que han venido a mostrar con rotundidad la existencia del alma, del espíritu inmortal. Unos hechos denostados, escarnecidos y atacados hasta la saciedad por materialistas y religiosos de todo tipo. Esa infamia, desde tantos interesados frentes, no ha podido ocultar completamente la verdad, quizá sí tender algunos velos que los vientos de nuevos hechos han ido e irán apartando.
Y como no tenemos espacio en este artículo para adentrarnos en esos hechos, es muy oportuna otra recomendación bibliográfica. Se trata del libro Historia del espiritismo, de Arthur Conan Doyle. Esta obra no tiene parangón en lo relativo al relato histórico, detenido y minucioso de los hechos más importantes del espiritismo, que vienen fundamentalmente a demostrar la existencia de nuestro ser inmortal.
Este ser inmortal que en todos anida, ¿qué camino habrá seguido para remontarse hasta el punto actual de su carrera? Le ha sido necesario revestir innumerables formas, animar seres y organismos de los que se despojaba al final de cada existencia. Todos esos cuerpos han perecido, más el alma persiste, prosigue su marcha ascendente y se dirige hacia un fin grande y dichoso, un fin divino, que es la perfección.
El alma necesita mucho más que una sola existencia para desarrollar su entendimiento, fortificar su conciencia, asimilar el genio y la sabiduría. Necesita un campo sin límites, dentro del tiempo y del espacio.
Nuestro ser pensante, nuestro espíritu, aprende y se desarrolla encarnación tras encarnación, ampliando cualidades, logrando conquistas con el propio mérito de todas ellas. Nuestros grandes errores no están exentos de dolores, aunque temporales, y en esas caídas voluntarias, dentro de nuestra libertad de elección, aparece siempre un aprendizaje, una nueva oportunidad y como consecuencia también un progreso moral e intelectual.
Pero el camino puede ser más recto y con menos abrojos, siempre y cuando escuchemos más de cerca la voz de nuestra conciencia, que si atendemos nos puede indicar el camino de la responsabilidad, del deber y de todas y cada una de las leyes morales que rigen nuestros destinos hacia el fin mayor de la perfección espiritual. Somos todos herederos del infinito en una escala evolutiva ineludible.
Detrás de nuestros conflictos existenciales, de las dificultades de la vida, de la situación particular de cada uno, hay un cúmulo de circunstancias, de causas y porqués que desconocemos de forma particular, pero que objetivan pruebas, desafíos, reparaciones y/o expiaciones que van curtiendo nuestras almas, engrandeciéndolas, aportándonos la paz y el progreso que necesitamos hacia una felicidad real que nace del interior y que poco tiene que ver con las ilusiones de la materia, siempre tan fugaz y perecedera.
Las rutas del infinito se abren ante nosotros, sembradas de maravillas inagotables. Un día llegará en el que nuestra alma ya engrandecida dominará el tiempo y el espacio. Un siglo no será para nosotros más que un instante ante la eternidad y con una ráfaga del pensamiento traspondremos los abismos del Universo.
Nuestro organismo sutil, afinado por miles de vidas, vibrará a todos los soplos, voces y llamamientos de la inmensidad, con una memoria que podrá buscar en las edades desvanecidas, que podrá revivir a voluntad todo lo que ella haya vivido. Podremos reunirnos con las almas amadas que han compartido nuestras penas y alegrías.
Nuestros destinos son idénticos. No hay privilegiados ni malditos. Todos recorremos el mismo camino, y, a través de mil obstáculos, lograremos los mismos fines. Aunque somos libres de aminorar o acelerar nuestra marcha, de hundirnos en la ociosidad vidas enteras, tarde o temprano, el sentimiento del deber se despierta, el dolor llega a sacudir nuestra apatía y forzosamente reanudamos nuestra carrera.
La vida actual es, pues, la consecuencia directa, inevitable, de nuestras vidas pasadas, como nuestra vida futura será la resultante de nuestras acciones presentes. Con la ley de la reencarnación, la soberana justicia resplandece sobre los mundos. Todo ser, cuando alcanza el grado suficiente de conciencia, se convierte en el artesano de sus destinos. No tenemos otro juez ni otro verdugo que nuestra conciencia.
Pero nuestra alma no está unida para siempre a esta tierra oscura. Después de haber adquirido las cualidades necesarias, la abandonaremos para ir a otros mundos más esclarecidos. Aprendiendo y mejorándonos hasta llegar al grado en el que no necesitemos más de la reencarnación, gozando en nuestra verdadera vida, que es la espiritual, al tiempo que contribuimos con nuestras obras a la ejecución del plan divino.
Tal es el misterio del ser y del destino. Si lo aprehendemos con la necesaria conciencia, estudio y trabajo, el conocimiento del objeto real de la existencia tiene consecuencias incalculables para nuestro progreso. Saber adónde vamos da firmeza a nuestros pasos, imprime a nuestros actos un impulso hacia el objeto real de la vida. Nos evita malgastar el tiempo en la búsqueda de la escasa y etérea felicidad del mundo.
Mientras buscamos el mejoramiento, nuestra alma siente atisbos de la felicidad imperecedera y, en cada bien realizado, en cada virtud conquistada, una brisa de paz y satisfacción llena nuestro ser, dejándonos un sentimiento más imponente que el más placentero de los manjares o goces materiales.
Luchemos contras las adversidades que cada uno encontramos en la existencia, con determinación, ¡sin miedo!, con el arrojo y el valor que da la certeza del mañana. Y levantemos con ahínco la cruz que nos ha tocado. Es mucho menos grande y menos pesada de lo que nuestras fuerzas pueden abarcar. Caminemos con ella sin pausa mientras alzamos la mirada, observando las estrellas, felices y sonrientes porque todo lo de aquí abajo tiene un porqué y lo que vemos allí arriba es nuestra herencia y nuestro destino.
Bibliografía
DENIS, L. El problema del ser y del destino. Barcelona : Amelia Boudet, 1989 (Orig. Le probleme de l’etre et de la destinée, 1905)
DENIS, L. Después de la muerte. Madrid : Arte y Letras, 1891 (Orig. Après la mort, 1890)
FLAMMARION, C. Dios en la naturaleza. Barcelona : Juan Oliveres, 1872.
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