Justicia humana y justicia divina
Estamos inmersos en una sociedad excesivamente materialista, egoísta y distraída de valores como la honestidad, honorabilidad, caridad y compasión, los cuales parecen alejarse de nuestro día a día. Cuando las acciones humanas traspasan los límites de la civilización, dando lugar a violaciones, maltratos, asesinatos, robos… ¿Cómo no sobrecogernos ante tanto horror?
La sociedad regula estas conductas mediante el derecho, un recurso que busca controlar y establecer límites al mal, aunque aún no ha logrado erradicarlo por completo. Así, se despliega una dimensión de solemnidad con su propio lenguaje, normas, códigos, administradores de justicia y tribunales para formar la justicia humana, entendida como el poder de decidir si las acciones de un individuo son conformes a las leyes establecidas.
Sin embargo, a veces ocurre que la razón no siempre se concede a quien la tiene, y aquellos que no la tienen reciben la aprobación, incluso dentro de la legalidad. Estas situaciones nos llevan a exclamar desde lo más profundo: «¡esto no es justo!» Y claro que no lo es, porque el concepto de “lo justo” es un “sentimiento “relacionado con el bien, y este es un concepto moral que nos acerca a la ley natural.
La justicia humana, ciega en sentimientos y fría en su ejecución, solo considera justo cuando los hechos son juzgados de acuerdo con la ley, sin entrar en el debate sobre si la norma en sí es justa o no.
El concepto de justicia ha variado a lo largo de la historia y de diferentes civilizaciones, cada una regulándolo con sus propias leyes. Todos compartimos el sentimiento de justicia, pero su interpretación varía según nuestra percepción y estado de conciencia.
En ocasiones, impulsados por el orgullo y el egoísmo, más que justicia, buscamos venganza.
En la vida también encontramos circunstancias donde solo hay víctimas aparentes, como ciertas desigualdades en el mundo, que percibimos como abandono de justicia. Y nos lleva a preguntarnos ¿por qué Dios permite esto? como las discapacidades físicas y mentales desde el nacimiento, enfermedades sin solución, economías precarias, entre otros casos.
Es evidente que la justicia humana tiene mucho por mejorar, ya que sus leyes no evitan el mal ni regulan los actos de falta de amor y caridad, que podrían facilitar la resolución de las desigualdades percibidas.
La Doctrina Espirita introduce otra perspectiva: hay otra Justicia que es de origen Divino, la justicia divina o la justicia de Dios, que entiende que la justicia consiste en el respeto de los derechos de cada uno. Cuyo objetivo es regular el comportamiento íntimo y moral, por lo tanto todas nuestras acciones por insignificantes que nos parezcan están sometidas a la Ley de Dios.
A diferencia de la justicia humana, la divina tiene un enfoque educativo en lugar de castigador, ya que obedece a “un plan de justicia”.
Dios aplica su justicia haciéndonos responsables de nuestro comportamiento, y así aprenderemos que todo tiene unas consecuencias que serán “para bien o para mal”, comprendiendo que el mal que hicimos a alguien no se salda con el arrepentimiento sino que habrá que hacerle todo el bien posible, la justicia divina nos educa para evitar el mal.
No existen jueces ni tribunales que dicten sentencias «post mortem».
En cambio, es el propio tribunal de la conciencia el encargado de determinar las consecuencias de nuestras acciones.
En el plano espiritual, cada individuo asume la responsabilidad de sus actos y acuerda con la ley de justicia las condiciones para saldar las deudas de amor acumuladas a lo largo de las vidas sucesivas.
La Doctrina Espírita nos revela estas leyes naturales o leyes de Dios en El Libro de los Espíritus, específicamente en los capítulos del I al XII del Libro III: “las leyes naturales o las leyes de Dios naturales”, que son universales, eternas, inmutables y son absolutamente perfectas, por lo tanto justas. Cuya dinamo para todas es “el amor”.
Leemos que existen dos tipos de leyes según sus características: por un lado, las físicas que actúan sobre la materia y las estudia la ciencia y por otro lado, las morales que conciernen al ser humano consigo mismo, con Dios y con sus semejantes.
La Doctrina Espirita también destaca a Jesús de Nazaret como un modelo moral, cuyas enseñanzas subrayan la importancia de no hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros.
Este precepto se fundamenta en las leyes de justicia, amor y caridad, destacando que la caridad es la mayor virtud, consistente en sacrificar el interés personal en beneficio del otro (“no hagáis a los otros lo que no quisierais que os hiciesen”).
La vida, según la Doctrina Espirita, continúa en espíritu después de la muerte física, permitiendo la posibilidad de evolucionar y aprender a través de vidas sucesivas.
Las leyes de la reencarnación y causa y efecto son fundamentales en este proceso, proporcionando respuestas a interrogantes y dudas sobre las desigualdades percibidas en la vida.
Por un lado, la ley de causa y efecto explica cómo toda acción tiene una consecuencia que nosotros elegimos por la libertad que nos otorga la ley del libre albedrio.
“Dios nos hace libres para optar entre el bien y el mal” y la consecuencia es la que establece “la trama de nuestra vida”.
Por otro lado, en virtud a lo dispuesto en la ley de la Reencarnación, ésta nos permite la posibilidad de evolucionar y experimentar “en las vidas sucesivas” que necesitemos para el aprendizaje, y para poder corregir, y aprender del mal que hicimos, o del bien que dejamos de hacer, pasando por las pruebas y expiaciones que la justicia Divina nos concede, en función de las condiciones elegidas por nosotros mismos.
Como hemos visto, estas leyes están interconectadas entre sí, proporcionado respuestas a una amplia gama de interrogantes y dudas sobre las circunstancias de la vida que percibimos como desigualdades, ya sean de índole física, intelectual o moral.
Sin estas leyes, nuestras existencias transcurrirían sin que pudiéramos percibir los vínculos que las unen, todo enlazado y relacionado a través de una secuencia de «causas y efectos» que conectan personas, lugares y vivencias.
Comprender esto resulta considerablemente más accesible cuando reconocemos y entendemos que la vida en el plano espiritual continúa tras la muerte física.
Por lo tanto, las alegrías y penas que experimentamos aquí y allá son el resultado directo de nuestro comportamiento y patrimonio moral acumulado en nuestras vidas anteriores. Tanto si nuestras vidas han sido felices como desdichadas, estas experiencias son la consecuencia de nuestras acciones pasadas, al igual que nuestro presente construye las condiciones para nuestra existencia futura.
Ana García
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