La afabilidad y la dulzura
Jesús convirtió en ley la dulzura, la moderación, la mansedumbre, la afabilidad y la paciencia. Por consiguiente, condena la violencia, la cólera e incluso toda expresión descortés para con los semejantes.
La benevolencia para con los semejantes, fruto del amor al prójimo, produce la afabilidad y la dulzura, que son sus formas de manifestarse.
Sin embargo, no siempre debemos confiar en las apariencias.
La educación y el trato social pueden dar al hombre el barniz de esas cualidades.
¡Cuántos hay cuya fingida hombría de bien sólo es una máscara para el exterior, un traje cuyo corte esmerado disimula las deformidades que hay debajo!
El mundo está lleno de esas personas que tienen la sonrisa en los labios y el veneno en el corazón; que son dulces con tal de que nada las incomode, pero que muerden a la menor contrariedad; esas personas cuya lengua, dorada cuando hablan cara a cara, se convierte en un dardo envenenado cuando están detrás.
A esa clase pertenecen también los hombres que fuera de su casa parecen benignos, pero que dentro de ella son tiranos domésticos, que hacen sufrir a su familia y a sus subordinados el peso de su orgullo y de su despotismo, como si quisieran compensar la opresión que a sí mismos se imponen afuera.
Como no se atreven a hacer uso de la autoridad para con los extraños, que los llamarían al orden, quieren al menos hacerse temer por los que no pueden resistirse.
Se envanecen de poder decir:
“Aquí mando yo y se me obedece”, sin pensar que podrían añadir: “Y me detestan”.
No es suficiente con que de los labios broten leche y miel.
Si el corazón no participa de algún modo, sólo se trata de hipocresía.
Aquel cuya afabilidad y dulzura no son fingidas, nunca se contradice: es el mismo tanto ante el mundo como en la intimidad.
Sabe, por otra parte, que si con las apariencias consigue engañar a los hombres, no puede engañar Dios.
Instrucciones de los Espíritus; Lázaro. París, 1861.
Comentarios recientes