La felicidad no es de este mundo
¡Yo no soy feliz! ¡La felicidad no se ha hecho para mí! exclama generalmente el hombre en todas las posiciones sociales. Esto, hijos míos, prueba mejor que todos los razonamientos posibles, la verdad de esta máxima del Eclesiastés: «La felicidad no es de este mundo.»
En efecto, ni la fortuna, ni el poder, ni siquiera la florida juventud, son condiciones esenciales de la dicha; diré más, tampoco lo es la reunión de esas tres condiciones tan envidiadas, porque se oye sin cesar, en medio de las clases más privilegiadas a personas de todas edades quejarse amargamente de su condición de ser.
Ante tal resultado, es inconcebible que las clases laboriosas y militantes envidien con tanta codicia, la posición de aquellos que la fortuna parece que ha favorecido.
Allí, por más que se haga, cada uno tiene su parte de trabajo y de miseria, su parte de sufrimientos y de desengaños, por lo que nos será fácil sacar en consecuencia, que la tierra es un lugar de pruebas y de expiaciones.
Así pues, aquellos que predican que la tierra es única morada del hombre, y que solo en ella y en una sola existencia, les será permitido alcanzar el más alto grado de felicidades que su naturaleza admite, se engañan y engañan a los que los escuchan, atendido que está demostrado por una experiencia archisecular que ese globo no encierra más que, excepcionalmente, las condiciones necesarias para la felicidad completa del individuo.
En tesis general se puede afirmar que la felicidad es una utopía, en busca de la cual las generaciones se lanzan sucesivamente sin poder alcanzarla jamás, porque si el hombre sabio es una rareza en la tierra, tampoco se encuentra con mucha facilidad al hombre completamente feliz.
Lo que constituye la dicha en la tierra es una cosa de tal modo efímera para aquel a quien la prudencia no guía que, por un año, un mes, una semana de completa satisfacción, todo el resto de su vida se pasa entre amarguras y desengaños; y notad, queridos hijos, que hablo aquí de los felices de la tierra, de aquellos que son envidiados por la multitud.
Como consecuencia, si la morada terrestre está afecta a las pruebas y a la expiación, es preciso admitir, que hay en otra parte moradas más favorecidas, en las que el Espíritu del hombre aprisionado aún en la materia, posee en su plenitud los goces anexos a la vida humana.
Por esto Dios ha sembrado en vuestro torbellino esos hermosos planetas superiores, hacia los cuales vuestros esfuerzos y vuestras tendencias os harán subir un día, cuando estéis bastante purificados y perfeccionados.
Con todo, no deduzcáis de mis palabras que la tierra esté destinada para siempre a ser un lugar penitenciario; no, ¡ciertamente! porque por los progresos realizados podéis deducir los progresos futuros, y por las mejoras sociales adquiridas, las nuevas y más fecundas mejoras. Tal es la inmensa tarea que debe realizar la nueva doctrina que los Espíritus han revelado.
Así pues, queridos míos, que os anime una santa emulación, y que cada uno de vosotros se despoje enérgicamente del hombre viejo. Os debéis todos a la vulgarización de este Espiritismo, que ha empezado ya vuestra propia regeneración.
Es un deber el hacer participar a vuestros hermanos de los rayos de la luz sagrada. ¡A la obra pues, mis muy queridos hijos! Que, en esta reunión solemne, todos vuestros corazones aspiren al objeto grandioso de preparar a las generaciones futuras un mundo en el que la felicidad no será una palabra vana.
Francisco-Nicolás-Madelaine, cardenal Marlot. París, 1863.
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