La verdadera propiedad
Las instrucciones de los Espíritus a cerca de la verdadera propiedad están bien definiadas en los puntos 9 y10 del capítulo XVI titulado; «No se puede servir a Dios y a Mamón».
Los Espíritus de Pascal en Ginebra y de M.en Bruselas nos explican respectivamente sobre este tema.
Estos consejos entregados a la Humanidad en 1860 y 1861 aún no fueron aplicadas de un modo general entre los hombres.
Las bellísimas advertencias de los Espíritus protectores deberían ser tomadas como fuente fecunda de luminoso amor que enseñan, pues revelan las verdades de la Tierra y del Mundo Espiritual, recomendándonos ser concientes de que somos apenas gestores del patrimonio material divino mientras estemos en el camino del perfeccionamiento.
Nos aclaran estas sublimes entidades que el apego a los bienes materiales (que son energía en baja vibración) nos vinculan con un mundo material, impidiendo el avance del hombre.
Tener pues conciencia de la brevedad de la vida y que el verdadero tesoro espiritual son las conquistas morales y las buenas obras.
Dijo Jesús que Su reino no es de este mundo y los buenos Espíritus dicen que administremos nuestros bienes con sabiduría.
Deberíamos invertir y hacer frutificar la caridad, la generosidad y el amor hacia el projimo, eso sería obrar según los designios de Dios que rechaza el egoísmo.
Al hombre sólo le pertenece exclusivamente aquello que puede llevarse de este mundo.
Lo que encuentra cuando llega, al igual que lo que deja cuando parte, lo disfruta mientras permanece en la Tierra.
No obstante, como está obligado a abandonarla, no tiene la posesión real de todos esos bienes, sino simplemente el usufructo.
¿Qué es lo que posee, entonces?
Nada de lo que es para uso del cuerpo; todo lo que es para uso del alma: la inteligencia, los conocimientos, las cualidades morales.
Eso es lo que trae y lo que se lleva consigo, lo que nadie puede arrebatarle, lo que le será de mayor utilidad en el otro mundo que en este.
De él depende que sea más rico al partir que al llegar, porque de todo lo bueno que haya conquistado depende su posición futura.
Cuando un hombre se marcha a un país lejano, arma su equipaje con los objetos que habrá de emplear en ese país, y deja los que le resultarían inútiles.
Así pues, proceded del mismo modo en relación con la vida futura, y haced provisión de todo lo que allí os será necesario.
Al viajero que llega a una posada se le ofrece buen alojamiento en el caso de que pueda pagarlo. Al de recursos más modestos, le corresponde uno menos agradable.
En cuanto al que no tiene nada, irá a dormir sobre la paja.
Eso mismo sucede con el hombre cuando llega al mundo de los Espíritus: su lugar en ese mundo está subordinado a sus recursos. Sin embargo, no habrá de pagarlo con oro. Nadie le preguntará: “¿Cuánto tenías en la Tierra?”
“¿Qué posición ocupabas?”
“¿Eras príncipe o artesano?”
Sino que se le preguntará: “¿Qué traes contigo?” No se evaluarán sus bienes ni sus títulos, sino la suma de las virtudes que posea.
Ahora bien, en ese aspecto, el artesano puede ser más rico que el príncipe. En vano el rico alegará que antes de partir de la Tierra pagó a precio de oro su ingreso al otro mundo. Le responderán: “Aquí no se compran los puestos, se conquistan mediante la práctica del bien.
Con la moneda terrestre pudiste comprar campos, casas, palacios; pero aquí todo se paga con las cualidades del corazón. ¿Eres rico en esas cualidades? Sé bienvenido, y ve hacia uno de los lugares de la primera categoría, donde te esperan todas las
felicidades.
¿Eres pobre en ellas?
Ve a uno de los lugares de la última, donde serás tratado de acuerdo con tus recursos”.
Los bienes de la Tierra pertenecen a Dios, que los distribuye según su voluntad.
El hombre no es más que el usufructuario, el administrador, más o menos íntegro e inteligente, de esos bienes. A tal punto no constituyen
una propiedad individual del hombre, que Dios invalida a menudo todas las previsiones, de modo que hace que la
riqueza huya de aquel que se considera con los mejores títulos para poseerla.
Probablemente diréis que eso se aplica a la riqueza hereditaria, pero no a la que se consigue con el trabajo.
No cabe duda de que, si existe una riqueza legítima, es esta última, cuando se adquiere honestamente, porque una propiedad sólo se obtiene legítimamente cuando para adquirirla no se ha hecho daño a nadie.
Se pedirán cuentas hasta de un centavo mal habido, es decir, obtenido con perjuicio para alguien.
Con todo, del hecho de que un hombre deba su riqueza a sí mismo, ¿se concluye que al morir tendrá alguna ventaja por ello?
Las precauciones que toma para trasmitirla a sus descendientes, ¿no son inútiles muchas veces?
Porque, si Dios no quiere que alguno de ellos la reciba, nada prevalecerá contra su voluntad. ¿Puede ese hombre usar y abusar impunemente de su riqueza durante la vida, sin tener que rendir cuentas?
No. Al permitirle que la adquiera, es probable que Dios tenga la intención de recompensarlo durante la vida presente, por sus esfuerzos, su valor, su perseverancia.
No obstante, si sólo la emplea para satisfacción de sus sentidos o de su orgullo, si esa riqueza se convierte en una causa de equivocación en sus manos, más le hubiera valido no poseerla, puesto que pierde por un lado lo que ha ganado por otro, y anula el mérito de su trabajo.
Cuando deje la Tierra, Dios le dirá que ya recibió su recompensa.
Vemos que el ser humano es un mayordomo que puede administrar los bienes de la Tierra, lo que conlleva a concluir que el hombre no tiene propiedad de nada sino usufructo de estos bienes materiales, sin embargo todas las sublimes conquistas éticas-morales son su verdadero patrimonio.
Dios es abundancia, lo vemos por todas partes, saber utilizar de manera correcta los bienes que poseemos es hacer que surja el bien, trabajando utilizando la razón de forma conciente por el adelanto de nuestros semejantes y nuestro propio.
Intentemos poner en práctica las sabias reflexiones que estos hermanos nos ofrecieron en su época y que están de plena actualidad para provecho de nuestra encarnación.
Cláudia Bernardes de Carvalho
© Copyright 2022 Cláudia Bernardes de Carvalho
Todos los derechos reservados
Bibliografía
Kardec, A., El Evangelio según el Espiritismo
Comentarios recientes