Mis ideales
Ni los antiguos sabios de la Grecia, ni los grandes pensadores de nuestros días, han podido escribir, ni definir una obra tan perfecta, tan llena de episodios interesantes y de sucesos conmovedores, como encierra ese volumen
divino llamado hombre.
Ni Voltaire con su profundo estudio del corazón humano, ni el célebre Rousseau con su Contrato Social, ni el inolvidable Lord Byron con sus nostalgias sublimes y sus pesimismos desconcertantes; ni el autor del Quijote, Miguel de Cervantes Saavedra; ni el primer poeta y filósofo del siglo XIX, Víctor Hugo, ninguno a llegado a idear una tragedia con escenas tan emocionantes como se encuentra en la historia de algunos seres; que nunca la inventiva humana tiene tan vivos colores como la amarga realidad de la vida.
Yo he leído mucho, muchísimo en este mundo. A los diez años conocí el valor de lo que leía, y durante cuatro lustros he ojeado toda clase de libros, llegando a familiarizarme tanto con las novelas, crónicas, memorias, impresiones, historias y relatos de viajes, que al comenzar a leer un volumen, por el prólogo deducía cual era el epílogo, hasta hacérseme monótona la lectura, y decir como aquel indiferente del cuento, que cuando iba al teatro, se dormía tranquilo y al despertarse preguntaba a sus amigos: “¿Se casó, o la lectura de un libro, hasta que decidí buscar la fuente de la historia humana en la frente del hombre y en la sonrisa de la mujer.
Cada ser humano que conozco me sirve de modelo para mis estudios; y así como los médicos de nuestros días hacen sus experimentos de inoculaciones de distintas especies, y hasta prueban el efecto de sus medicinas en sí mismos, como lo hizo Samuel Hahnemann, el fundador de la homeopatía, y otro sabio cuyo nombre no recuerdo en este momento, que probó en sí mismo el efecto que producía el cloroformo, yo estudio, leo y tomo apuntes en esas criaturas que, si se las mira atentamente, se ve que llevan en su rostro un jeroglífico trazado por el lápiz del dolor.
El haberme dedicado a la propaganda del espiritismo, me ha hecho conocer a muchísimos desgraciados. Algunos de ellos me han contado espontáneamente su historia; en otros me ha costado el trabajo de ir leyendo línea por línea en las arrugas de su frente, en la expresión de sus ojos, en la inflexión de su voz y en la amarga sonrisa de sus labios; y he creído en la verdad del espiritismo, más que por sus fenómenos, por la influencia moralizadora que ejerce sobre el carácter, las costumbres y las pasiones humanas. Este fenómeno, producido por la comunicación de los Espíritus, es superior en grado máximo a todos los aportes, apariciones, escritura directa y demás manifestaciones de los seres de ultratumba.
Nada es más difícil en la Tierra que cambiar el modo de ser del hombre: hay vicios tan arraigados y malas costumbres tan inveteradas, que dominan en absoluto, y todo lo más que en una existencia se consigue, es avergonzarse de ellas y tratar de ocultarlas. Eso ya es algo, puesto que se comienza por evitar dar el mal ejemplo; pero dista mucho de ser lo suficiente para regenerarnos; mientras que la comunicación de los Espíritus logra en algunos hombres lo más difícil, extirpar de raíz pequeños defectos que suelen pasar inadvertidos para
el mundo, pero que no por esto dejan de producir un daño inmenso al que los tiene.
Se nos dirá que la mayoría de los espiritistas tienen las mismas debilidades y flaquezas que los demás hombres, ¿quién lo duda?
El espiritismo no ha venido a hacer santos; ha venido a operar una reforma grande, profunda, trascendental, y por esta razón su trabajo es lento; que mientras más gigantesca es la obra, más tiempo se necesita para llevarla a cabo; debiéndose también considerar que el espiritismo encuentra a la Humanidad sumergida en la más humillante degradación. Porque, ¿qué mayor envilecimiento para el Espíritu que comprar su salvación por un puñado de oro, o creer que el acaso acumuló las moléculas que componen su cuerpo de igual manera que el simún amontona los granos de arena en el desierto?
Las religiones han empequeñecido al hombre; la falsa ciencia le ha enorgullecido, y el espiritismo tiene que luchar con los ignorantes y los fatuos, o sea con los tontos de buena fe y los mentecatos envanecidos con su afán de saber. Entre tanta cizaña tiene que implantar el ideal de la justicia, grande y justa, y despertar en el hombre el sentimiento de su dignidad, haciéndole comprender que no hay más cielo ni más infierno que nuestras obras, buenas o malas.
Tiene que demostrar el espiritismo al obcecado materialista, que su yo pensante no es un poco de fósforo que en mayor o menor cantidad llena las cavidades de su cerebro, puesto que éste, en un momento de crisis, queda inerte,
la masa cerebral pierde su vibración y la rápida descomposición de la materia orgánica disgrega el cuerpo, mientras que el entendimiento y la voluntad que le hicieron funcionar siguen vibrando, el yo sobrevive revestido de otra envoltura menos grosera, pensando, sintiendo y queriendo.
Como se ve, el espiritismo está llamado a verificar una revolución completa en todas las clases sociales, en todas las esferas de la vida, en todas las inteligencias, y obra tan colosal, no se puede consumar en un corto número de años: que le cuesta mucho al hombre separarse de vicios que le complacen y de religiones que le tranquilizan con sofismas que parecen verdades mientras no se analizan a la luz de la razón.
¿Hay nada más cómodo que pecar, confesarse, recibir la absolución de nuestros pecados, volver a pecar en la seguridad de que la bendición de un sacerdote ha de abrirnos las puertas del cielo?
¿Y qué diremos de los materialistas, que nada encuentran en la creación superior a ellos, creyéndose modestamente el cerebro del Universo?
¿Y dónde hay seres más felices que los indiferentes, que no se preocupan por nada?
Decirles que estudien y averigüen por qué nacieron, es exigirles un inmenso sacrificio. El estudio del espiritismo viene indudablemente a destruir la paz de algunas existencias improductivas que se deslizan en la molicie; flores inodoras, árboles improductivos.
El espiritismo viene a despertar grandes remordimientos, a destruir muchas ilusiones engañosas; es el microscopio con el cual vemos nuestras ocultas miserias; como son nuestra envidia, nuestro solapado amor propio, nuestra falsa modestia, nuestra sorda murmuración, nuestra escondida avaricia y otros innumerables defectos, consecuencia natural de las anteriores causas, que en gran número pasan inadvertidos en la sociedad, como pasan a nuestra vista los millones de infusorios que se agitan en una gota de agua.
Para estudiar el espiritismo, se necesita que el espíritu esté preparado para ello, bien por el progreso adquirido, bien porque sus muchos desaciertos le hayan colocado al borde del abismo, y tomado en serio el adagio a grandes
males, grandes determinaciones, se decida a cauterizar las profundas llagas que le hacen vivir muriendo.
Es indudable que se necesita mucho valor para leer uno en sí mismo; por eso abundan los espiritistas convencidos, y escasean los que hacen firme propósito de corregirse de sus vicios cuanto les es humanamente posible; pero es innegable que el verdadero espiritista, el que se propone ir por la senda del progreso, llega a poseer virtudes que forman en torno suyo una esplendente aureola, para lo cual cuenta con convicciones profundas, de que la generalidad carece.
Mucho ha de influir eficazmente en el hombre dotado de buena voluntad y de regular criterio, obtener por sí mismo o por otro comunicaciones razonadas, en las cuales le aconsejen los Espíritus el cumplimiento estricto de su deber, y sin falsa adulación le den el parabién por sus buenos deseos, y sin acritud le reconvengan cuando caiga, diciéndole que son muchos los seres que toman parte en sus penas y en sus alegrías.
La certidumbre de ser amado y constantemente protegido es un valioso estímulo para la virtud y el progreso espiritual, estímulo que casi sólo los verdaderos espiritistas pueden tener; porque son los que tocan la realidad de la vida, libro inédito que enseña más que todos los volúmenes que se guardan en las bibliotecas de la Tierra.
Ahora bien:
¿Es beneficiosa la influencia del espiritismo?
¿Estamos locoslos que creemos que cuando se vulgarice su estudio muchas almas enfermas recobrarán la salud, y muchos crímenes dejarán de cometerse?
No somos locos, no; los días de la luz se acercan; la aurora del progreso ilumina el horizonte del porvenir. Los espiritistas son los centinelas avanzados, cuyo ejemplo estimula y dice:
“Luchad, luchad con denuedo, y venceréis vuestras imperfecciones como las hemos vencido o tratamos de vencerlas nosotros. ¡Querer es poder!
Seguid nuestras huellas y os llevaremos por un sendero de flores que nunca se marchitan, al conocimiento de las verdades supremas.”
¡El infinito nos espera! ¡En nuestra patria no habrá aurora ni ocaso: en ella brillará siempre el sol esplendoroso del amor universal!
Amalia Domingo Soler
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