Piedad filial
El mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre” es una consecuencia de la ley general de caridad y de amor al prójimo, dado que no podemos amar al prójimo si no amamos a nuestros padres.
No obstante, el imperativo honra contiene un deber mayor para con ellos: el de la piedad filial.
Así, Dios quiso mostrar que en el amor a nuestros padres debemos incluir el respeto, las atenciones, la sumisión y la condescendencia.
Eso implica la obligación de cumplir para con ellos, en forma aún más rigurosa, todo lo que la caridad nos ordena en relación con el prójimo en general.
Ese deber se extiende, naturalmente, a las personas que hacen las veces de padre y madre, y que tienen tanto más mérito cuanto menos obligatoria es su devoción.
Dios castiga siempre con rigor cualquier tipo de violación a ese mandamiento.
Honrar al padre y a la madre no significa solamente respetarlos, sino también ampararlos en la necesidad, proporcionarles reposo en la vejez, y rodearlos de
cuidados, al igual que ellos lo hicieron con nosotros durante nuestra infancia.
La verdadera piedad filial se demuestra, sobre todo, en relación con los padres sin recursos.
¿Cumplirán ese mandamiento los que suponen que realizan un gran esfuerzo porque dan a sus padres estrictamente lo necesario para que no se mueran de hambre, mientras ellos no se privan de nada?
¿Cumplirán si los relegan a la habitación más pequeña de la casa, sólo por no abandonarlos en la calle, mientras reservan para sí mismos la mejor y más confortable?
¡Cuántas veces lo hacen de mala voluntad y los obligan a pagar caro lo que les resta de vida, descargando sobre ellos todo el peso de las tareas domésticas!
¿Corresponderá a los padres, ancianos y débiles, servir a los hijos jóvenes y fuertes?
¿Acaso la madre les cobró la leche cuando los amamantaba?
¿Tomó en cuenta sus vigilias cuando ellos estuvieron enfermos, o todo lo que debió caminar para conseguir lo que necesitaban?
No, los hijos no deben a sus padres indigentes nada más que lo estrictamente necesario; les deben también, en la medida de sus posibilidades, las pequeñas satisfacciones de lo superfluo, la dedicación, los amorosos cuidados, que apenas son el interés de lo que recibieron, el pago de una deuda sagrada.
Esta es la única piedad filial que Dios admite.
¡Ay, pues, de aquel que olvida lo que debe a quienes lo ampararon en su debilidad, que junto con la vida material le dieron la vida moral, y que muchas veces se impusieron duras privaciones para garantizarle el bienestar!
¡Ay del ingrato, porque será castigado con la ingratitud y el abandono!
Será herido en sus más caros afectos, en ocasiones incluso desde la vida presente, pero con certeza en otra existencia, en la que habrá de padecer lo que haya
hecho padecer a los otros.
Es cierto que algunos padres menosprecian sus deberes y no son para sus hijos lo que deberían ser.
Con todo, a Dios le corresponde juzgarlos, y no a los hijos.
No corresponde a estos censurarlos, porque tal vez hayan merecido que sus padres fueran de ese modo.
Si la ley de caridad establece que el mal se pague con el bien, que aya indulgencia para con las imperfecciones ajenas, que no se hable mal del prójimo, que se olviden y perdonen sus faltas, que se ame incluso a los enemigos, ¡cuánto mayores no habrán de ser esas obligaciones en relación con los padres!
Los hijos deben, pues, adoptar como regla de conducta para con la madre y el padre todos los preceptos de Jesús relativos al prójimo, y tener en mente que todo
procedimiento censurable en relación con los extraños, es todavía más censurable en relación con los padres, y que lo que tal vez no sea más que una simple falta en el primer caso, puede convertirse en un crimen en el segundo, porque entonces a la falta de caridad se suma la ingratitud.
Dios ha dicho: “Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largo tiempo en la tierra que el Señor tu Dios te dará”.
¿Por qué Él promete como recompensa la vida en la Tierra y no la vida celestial?
La explicación se encuentra en esta frase:
“Que Dios te dará”, la cual, suprimida en la fórmula moderna del Decálogo, altera su sentido.
Para que comprendamos esas palabras, es preciso que nos remitamos a la situación y a las ideas de los hebreos en la época en que fueron pronunciadas.
Ellos todavía no comprendían la vida futura.
Su visión no se extendía más allá de la vida corporal.
Tenían, pues, que ser impresionados más por lo que veían que por lo que no veían, razón por la cual Dios les habla en un lenguaje que está más a su alcance, como si se dirigiera a niños, y les muestra en perspectiva lo que puede satisfacerlos.
Los hebreos todavía se hallaban en el desierto, y la tierra que Dios les dará es la Tierra Prometida, el objetivo de sus aspiraciones.
No deseaban nada más que eso, y Dios les dice que vivirán en ella largo tiempo, es decir, que la poseerán por largo tiempo, en caso de
que observen sus mandamientos.
No obstante, al advenimiento de Jesús las ideas de los hebreos ya estaban más desarrolladas.
Había llegado la hora de que recibieran una alimentación menos grosera, de modo que el Maestro los inicia en la vida espiritual al decir:
“Mi reino no es de este mundo. Allá, y no en la Tierra, recibiréis la recompensa de vuestras buenas obras”.
Con esas palabras, la Tierra Prometida material se transforma en una patria celestial.
Por eso, cuando Él los llama a la observancia de aquel mandamiento: “Honra a tu padre y a tu madre”, ya no les promete la Tierra, sino el Cielo.
Allan Kardec
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