Reencarnaciones
El principio de la reencarnación es una consecuencia necesaria de la ley del progreso.
Sin la reencarnación, ¿cómo se explicaría la diferencia que existe entre el actual estado social y el de los tiempos de barbarie?
Si las almas son creadas al mismo tiempo que los cuerpos, las que nacen hoy son tan nuevas, tan primitivas como las que vivían hace mil años.
Además, no habría ninguna conexión entre ellas, ninguna relación necesaria; serían absolutamente independientes unas de otras.
¿Por qué, entonces, las almas de la actualidad habrían de estar mejor dotadas por Dios que las que las precedieron?
¿Por qué comprenden mejor las cosas?
¿Por qué poseen instintos más depurados, costumbres más moderadas?
¿Por qué tienen la intuición de ciertas cosas sin haberlas aprendido?
Invitamos a que se resuelva este dilema, a menos que se admita que Dios crea almas de diferentes calidades, de acuerdo con las épocas y los lugares: proposición inconciliable con la idea de una justicia soberana.
Reconozcamos, por el contrario, que las almas de hoy ya han vivido en tiempos lejanos; que posiblemente fueron bárbaras como su época, pero que han progresado; que en cada nueva existencia traen lo que han adquirido en las existencias anteriores; que, por consiguiente, las almas de los tiempos civilizados no son almas creadas más perfectas, sino que se perfeccionaron por sí mismas con el transcurso del tiempo, y entonces tendremos la única explicación admisible de la causa del progreso social.
Algunas personas suponen que las diferentes existencias del alma transcurren de mundo en mundo, y no en un mismo globo, a donde cada Espíritu iría una única vez.
Esta doctrina sería admisible si todos los habitantes de la Tierra estuviesen exactamente en el mismo nivel intelectual y moral.
En ese caso, ellos sólo podrían progresar yéndose a otro mundo, puesto que la encarnación en la Tierra no les aportaría ninguna utilidad.
Ahora bien, Dios no hace nada inútil, y dado que aquí se encuentran la inteligencia y la moralidad en todos los grados, desde el salvajismo que linda con la animalidad hasta la civilización más avanzada, es evidente que este mundo ofrece un vasto campo al progreso.
Nos preguntamos, entonces, ¿por qué el salvaje tendría que buscar en otra parte el grado de progreso inmediatamente superior a aquel en que se encuentra, cuando en realidad ese grado está al lado de él, y así sucesivamente?
¿Por qué el hombre adelantado no habría sido capaz de hacer sus primeras etapas más que en mundos inferiores, cuando alrededor suyo hay otros seres análogos a los de esos mundos, sin mencionar que no sólo de un pueblo a otro pueblo, sino en el seno del mismo pueblo y de la misma familia hay diferentes grados de adelanto?
Si fuese así, Dios habría realizado algo inútil al colocar la ignorancia junto al saber, la barbarie junto a la civilización, el bien junto al mal, cuando es justamente ese contacto el que hace que los atrasados avancen.
No hay, pues, necesidad de que los hombres cambien de mundo en cada etapa, así como no se justifica que un estudiante cambie de colegio para pasar de una clase a otra.
Lejos de ser ventajoso para su progreso, ese hecho sería una traba, porque el Espíritu estaría privado del ejemplo que le ofrece la observación de lo que ocurre en los grados superiores, así como de la posibilidad de reparar sus errores en el mismo medio y en presencia de aquellos a quienes ofendió, posibilidad que representa para él el más poderoso medio de adelanto moral.
Si después de una breve cohabitación, los Espíritus se dispersasen y se volvieran extraños unos a otros, los lazos de familia y de amistad se romperían por falta de tiempo suficiente para que se consolidaran.
Al inconveniente moral se sumaría un inconveniente material.
La naturaleza de los elementos, las leyes orgánicas y las condiciones de existencia varían de acuerdo con los mundos; en
ese aspecto, no hay dos planetas perfectamente idénticos.
Nuestros tratados de física, de química, de anatomía, de medicina, de botánica, etc., no servirían para nada en otros mundos; no obstante, lo que aquí se aprende no esta perdido.
No sólo eso desarrolla la inteligencia, sino que también las ideas que se extraen de esos tratados contribuyen a la adquisición de otras.
Si el Espíritu hiciese su aparición apenas una única vez en un mismo mundo, aparición que a menudo es de corta duración, en cada migración se encontraría en condiciones completamente diferentes; obraría cada vez sobre elementos nuevos, con fuerzas y según leyes que le resultarían desconocidas, antes de que hubiera tenido tiempo para elaborar los elementos conocidos, estudiarlos y aplicarlos.
Cada vez debería hacer un nuevo aprendizaje, y esos cambios incesantes representarían un obstáculo para su progreso.
El Espíritu, por consiguiente, debe permanecer en el mismo mundo hasta que haya adquirido la suma de los conocimientos y el grado de perfección que ese mundo admite.
Los Espíritus dejan por un mundo más adelantado aquel del cual no pueden obtener nada más: eso es lo que debe ser y
lo que es.
Esa es la regla.
Si algunos lo dejan antes de tiempo, no cabe duda de que eso se debe a causas individuales que Dios, en su sabiduría, analiza atentamente.
Todo en la Creación tiene una finalidad. De lo contrario, Dios no sería prudente ni sabio.
Ahora bien, si la Tierra no debiese ser más que una única etapa del progreso de cada individuo, ¿de qué serviría, a los Espíritus de los niños que mueren a temprana edad, pasar en ella algunos años, algunos meses, algunas horas, durante los cuales nada pueden adquirir?
Lo mismo sucede con los deficientes mentales. Una teoría es buena cuando resuelve todas las cuestiones que le atañen.
El caso de las muertes prematuras ha sido un escollo para todas las doctrinas, excepto para la doctrina espírita, la única que lo resolvió de una manera racional y completa.
Para el progreso de aquellos que en la Tierra llevan a cabo una vida normal, es una verdadera ventaja que regresen al mismo medio para continuar en él lo que han dejado inconcluso, a menudo en la misma familia o en contacto con las mismas personas, a fin de reparar el mal que hayan hecho o para que sufran la pena del talión.
Allan Kardec
La Génesis, los milagros y las predicciones según el Espiritismo
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