Cambios de carácter de la infancia a la adolescencia
Los cambios de carácter de la infancia a la adolescencia son perfectamente explicados en la doctrina espírita.
¿A qué se debe el cambio que se opera en el carácter a cierta edad, particularmente al salir de la adolescencia?
¿Es el Espíritu el que se modifica?
Es el Espíritu, que recobra su naturaleza y se muestra como era.
No conocéis el secreto que ocultan los niños en su inocencia.
No sabéis lo que son, lo que han sido ni lo que serán.
Y, sin embargo, los amáis, los acariciáis, como si fueran parte de vosotros mismos, de tal manera que el amor de una madre para con sus hijos es considerado el más grande amor que un ser pueda dispensar a otro ser.
¿De dónde procede esa dulce afección, esa tierna benevolencia que incluso los extraños demuestran al niño? ¿Lo sabéis?
No; y es esto lo que voy a explicaros.
Los niños son Espíritus que Dios envía a nuevas existencias.
Y para que no puedan reprocharle una severidad excesiva, les concede todas las apariencias de la inocencia.
Aun en un niño de mala índole, sus malas acciones se recubren por la inconsciencia de sus actos. Y esa inocencia no es una superioridad real sobre que eran antes.
No: es la imagen de lo que deberían ser, y si no lo son, a ellos solos corresponderá la pena.
Pero Dios les ha dado ese aspecto no únicamente por ellos mismos, sino además, y sobre todo, por sus progenitores, cuyo amor es necesario a su debilidad, y ese amor se vería singularmente debilitado por la comprobación de un carácter áspero y brusco, mientras que por el contrario, creyendo los padres que sus hijos son buenos y tiernos, les dispensan todo su afecto y les rodean de las más delicadas atenciones.
Mas, cuando los niños dejan de tener ya necesidad de tal protección, de esa asistencia que se les ha prestado durante quince a veinte años, su carácter real e individual reaparece en toda su desnudez. Sigue siendo bueno si fundamentalmente lo era.
Pero adquiere siempre matices que habían permanecido ocultos en su primera infancia.
Ya veis que los caminos de Dios son siempre los mejores y que, cuando se posee un corazón puro, la explicación de ello es fácil de concebir.
En efecto, tened muy en cuenta que el Espíritu de cada niño que nace entre vosotros puede proceder de un mundo en que ha tomado hábitos del todo diferentes.
¿Cómo querríais que fuese, en medio de vosotros, ese nuevo ser que viene con pasiones completamente distintas a las que tenéis, con tendencias y gustos opuestos por entero a los vuestros?
¿Cómo pretenderíais que se incorporara él a vuestras filas de otro modo que según Dios lo quiso, esto es, pasando primero por el tamiz de la infancia?
En ella vienen a confundirse todos los pensamientos, caracteres y variedades de seres engendrados por esa multitud de mundos en los cuales crecen las criaturas.
Y vosotros mismos, al morir, os encontraréis en una especie de infancia en medio de nuevos hermanos.
Y en vuestra nueva existencia no terrenal ignoraréis los hábitos, costumbres y relaciones de ese mundo que es nuevo para vosotros.
Manejaréis con dificultad una lengua que no estaréis habituados a emplear, lenguaje más vivo que vuestro pensamiento actual.
La niñez tiene todavía otra utilidad.
Los Espíritus sólo ingresan a la vida corporal con el objeto de perfeccionarse, de mejorar.
La debilidad de los primeros años los torna flexibles, accesibles a los consejos de la experiencia y de aquellas personas que deben hacerlos adelantar.
Es entonces cuando resulta posible reformar su carácter y reprimir sus malas inclinaciones.
Tal es el deber que Dios ha puesto en manos de sus padres, misión sagrada por la que tendrán éstos que responder.
Así pues, la infancia del hombre no solamente es útil, necesaria e indispensable, sino que además constituye la consecuencia natural de las leyes que Dios ha establecido y que rigen el Universo.
Los cambios de carácter de la infancia a la adolescencia son perfectamente entendidos con estas explicaciones.
Bibliografía
Kardec, A., El Libro de los Espíritus, Libro Segundo – Capítulo VII
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