Determinismo y libertad
Discurso pronunciado en el Ateneo Caracense por el presidente de dicho centro, Manuel Sanz Benito, en 1891.
Señoras y Señores:
Lamentable es en estos momentos que, al tener que dirigiros la palabra, no posea más caudal de ideas que mi buen deseo, para poder corresponder en algún modo a vuestra amabilidad al escucharme; pero, a falta de grandeza en el pensamiento y de elocuencia en el decir, sirva de atenuación a mi insuficiencia la importancia y oportunidad del tema que, contando con vuestro benévolo juicio, me propongo, a grandes rasgos, tratar: La Libertad y el Determinismo.
¡La libertad! En esta palabra se sintetizan los esfuerzos de la humanidad en lucha siempre con la opresión y tiranía, los sacrificios de innumerables mártires en aras de un principio o de una idea progresiva, los cantos más bellos de multitud de poetas que han soñado con su reinado en el porvenir, los trabajos de todos aquellos que han ido redimiendo al hombre de las diversas formas de esclavitud, las protestas contra todas las imposiciones, servidumbres y dogmatismos; cuanto va unido a lo más grande y noble de la humanidad.
Y sin embargo, quizás ninguna cuestión tan debatida como la de la libertad en estos tiempos de crítica y de duda en que preténdese negar la responsabilidad de los actos humanos. ¡Nada hay, no obstante, que temer: la verdad subsiste siempre, a pesar de todas las negaciones; solamente las teorías y principios erróneos pueden temer el examen porque, con la luz de la razón, se ve pronto su falsedad.
Inútil encarecer la importancia del problema de la libertad: de su solución depende la consideración de lo que es y significa el hombre en la vida. Con efecto; si la libertad es un mero flatus vocis sin realidad positiva, el hombre es solamente una máquina que obedece a determinados movimientos, cuyos resultados serán los actos que produce, consecuencia necesaria de los motivos, fuerzas y antecedentes que impulsan y determinan la acción. No habrá en rigor mérito ni demérito, siendo inútiles nuestras lamentaciones por el mal producido e injustas nuestras alabanzas por el bien realizado; pues que el sujeto actuante no será nunca responsable de lo que haga, por no ser él quien voluntariamente ejecuta, sino el que obedece las solicitaciones que le arrastran y lo obligan a producir los actos.
Por el contrario, si la libertad existe como poder de obrar en diferentes sentidos o como poder de no obrar, respondiendo o no a las solicitaciones externas o internas, como poder combinador de los motivos que nos incitan, pero no nos obligan, como fuerza directora para modificar las energías, las fuerzas y hasta los obstáculos que el determinismo externo opone a su iniciativa, el problema cambia de aspecto, y ya el hombre es un ser responsable, el mérito y demérito aparecen como consecuencia del bien o mal libremente cumplido, y puede hablarse de moralidad y progreso: el hombre deja de ser máquina y es persona.
Ahora bien; ¿hemos de entender por libertad la facultad de obrar cómo y cuando queramos, la carencia de toda necesidad o libertad de indiferencia o indeterminada? En esto se han fundado los deterministas de todos sistemas al reparar que si todo en el universo está sujeto a ley, la voluntad humana no podía evadirse de este principio general y, por consiguiente, a ley estará sujeta.
La teoría determinista supone que todo acto humano tiene su precedente en otro anterior que obra como motivo determinante como fuerza que empuja al ser a realizar hechos, unas veces con conocimiento y otras sin él, pero siempre necesarios; es decir, que nuestra voluntad se determina siempre por el motivo más fuerte; de donde se deduce que el criminal es arrastrado por necesidad al crimen, siendo sólo un enfermo y no un malvado: la responsabilidad es un sofisma.
Lo que hay es que la ley de la libertad no consiste en que para obrar sea preciso que un motivo cualquiera la obligue o varios motivos en supuesta lucha den el triunfo a uno y éste nos determine a seguir una dirección dada. La libertad, dependiendo de las leyes de lo querido como fin, no puede de contrariar su propia naturaleza, y esta naturaleza exige que siempre que nos dirijamos hacia algo para realizarlo, nos veamos solicitados por algún fin, por alguna intención que decimos, y de este modo es el hombre, bajo su aspecto psíquico, la entelequia teleológica de que habla Aristóteles, una actividad consciente que persigue un fin y para cuya consecución elige los medios más a propósito, ya sea los que tiene en sí mismo ya los que encuentra en el mundo externo.
No hay, por consiguiente, voluntad inmotivada: no hay libre albedrío en el sentido de libertad de indiferencia. Siempre que obramos es en virtud de algún fin que nos proponemos; de otro modo el acto sería inconscio y, por tanto, no libre.
En este sentido acierta el determinismo en cuanto la voluntad ha de obrar en virtud de motivos; pero yerra palpablemente cuando considera al motivo como fuerza que determina y obliga a obrar. A este propósito es curiosa la distinción que establece Mr. Rabier en sus Leçons de Philosophie. «La inteligencia, dice, que es por su naturaleza representativa o contemplativa, guía a la voluntad, le indica su fin; pero es la voluntad quien llega a él mediante su poder automotor. Cuando un hombre se halla rodeado de tinieblas, permanece inmóvil, al aparecer la luz ve su fin y su camino, y marcha. ¿Es la luz quien ha puesto en movimiento sus nervios y sus músculos? Así el motivo convierte el acto de la voluntad en posible, pero no lo produce; es la condición previa y no suficiente, la causa ocasional, pero no la eficiente.»
Delboeuf también se expresa en un sentido análogo cuando dice que «la ley de la conservación de la energía únicamente se opone a que los seres libres creen o destruyan fuerzas, pero no a que dispongan de las que existen.» Por consiguiente, aunque la fuerza del hábito nos impele a ejecutar actos en análogas condiciones a otros anteriores, hay siempre en nosotros una espontaneidad para reobrar, para modificar y para cambiar los impulsos que nos solicitan, y esta es la fuerza innovadora de la libertad.
No es, por tanto, el acto mero resultado de los precedentes cronológicos, y lo es menos si atendemos a un factor importantísimo que el determinismo positivista olvida. Muchos de nuestros actos no están determinados por móviles del presente, sino por anticipaciones del porvenir: nuestras esperanzas, nuestros proyectos, nuestros ideales impulsan a veces con más fuerza que los obstáculos que la realidad presenta a cada momento y que obligan a modificar la dirección de nuestra actividad.
Este ideal, este porvenir representado, pero no ejecutado todavía, que no ha trascendido aún a la esfera de la realidad, es el móvil que impulsa al mártir a sacrificarse por una idea que aún no ha arraigado en las muchedumbres, el que llena de entusiasmo al héroe que da su vida en holocausto de su patria y que perece en la demanda afirmando el principio de la libertad aunque en la vida positiva se halle conculcado. Es el móvil que impulsa, al hombre de ciencia a proseguir con energía en la investigación comenzada, y no depende ni puede depender de la simple resultante de los actos cumplidos, ni está impedido ni puede impedirse porque la realidad externa se oponga y coarte la realización práctica en un momento determinado. Y lejos, por consiguiente, de movernos tan sólo por el movimiento adquirido, tenemos siempre libertad e iniciativa para conducirnos en la previsión de lo porvenir, en cuyo sentido ya decía Kant que la libertad es «el poder para comenzar el movimiento.»
En efecto, el hombre es a la manera de una máquina que una vez dado el primer impulso ha de moverse, en cuyo sentido hay determinación; pero con poder, con energía suficiente para moverse de nuevo, no por el esfuerzo anterior sino por las fuerzas que se desarrollan.
No; el hombre es libre, y en cuanto libre, responsable; acreedor a mérito o demérito según sus actos, sin que por eso deje de amoldarlos siempre a las leyes de la realidad. Sin eludir jamás estas leyes, sabe evadirse de ciertos efectos combinando determinadas fuerzas; así puede ascender en los aires, sumergirse en el fondo de los mares, socavar las montañas y producir otros muchos fenómenos debidos a su iniciativa y a su poder, por cuyo medio dirige el determinismo externo de las fuerzas físicas. Del mismo modo, aunque necesitado, para obrar, de estímulos, sabe y puede dirigir estos estímulos respondiendo o no a las excitaciones de lo exterior. Puede basar sus actos en hábitos y costumbres, o, remontándose a tiempos aún no realizados, vive en el porvenir, sacrificándose a una idea, sirviéndole de móvil, no un mezquino interés, sino un sentimiento generoso, empezando ya a vivir de este modo la vida de la inmortalidad.
Más aún que por el pensamiento, el hombre se hace notar por su carácter, de tal modo que no han sido los que llamamos grandes hombres los que más han descollado por su talla intelectual, sino que los grandes descubrimientos han sido debidos a hombres de mediano alcance, pero laboriosos en extremo, que han dedicado la mayor parte de su vida a realizar sus proyectos demostrando así que no es el genio en la ciencia un don sobrenatural, propio de unos cuantos privilegiados, sino que es, como decía Buffon, «la paciencia», la constancia y energía para vencer obstáculos, pues si tanta claravidencia hubieran tenido en sus descubrimientos, no hubieran necesitado emplear años y años para realizarlos.
De este modo, por el carácter, por el sello de su iniciativa y la afirmación continua de la libertad es como han logrado distinguirse, y en vano será que el materialismo más o menos vergonzante, llámese o no positivismo, pretenda anular esta facultad de la libertad: los mismos materialistas hablarán de esta libertad y sentirán indignarse su alma ante las injusticias sociales, como aquellos filósofos anteriores a la Revolución francesa, que, a pesar de considerar al hombre como una máquina organizada, ante las injusticias de su tiempo se esforzaban por abrir nuevos horizontes de libertad y de emancipación a su pueblo: prueba evidente de que estos mismos individuos que niegan la libertad vienen a apreciar en sí mismos y en los demás la responsabilidad de sus actos, sin la cual no sería posible admitir el bien y el mal. El genio se diferenciaría del imbécil en un poco de materia gris o en un mayor número de circunvoluciones; el malvado, del hombre honrado, en determinadas protuberancias cerebrales; y el enérgico y laborioso, del holgazán y desaplicado, en alguna pequeña masa de cerebro de que el uno disponga y el otro carezca. Contra todos estos sofismas, nuestra conciencia, nos atestiguará en todo tiempo que el hombre es un ser activo que realiza fines en cada momento, siendo árbitro de escoger entre los motivos que le impulsan, y responsable, por lo tanto, de los actos que ejecuta.
Sin embargo, el hombre no puede hacer todo lo que quiere: es preciso saber hacerlo; por eso no basta querer ser libre, para lograrlo, es preciso además saber serlo; así vemos que los pueblos, que tienen un largo abolengo de esclavitud no pueden en un momento conseguir la libertad. Esto indica que la voluntad humana está condicionada por la inteligencia, pues solamente aquello que el hombre conoce puede querer ejecutar; y no solamente por la inteligencia, sino que también por el sentimiento, pues lo que nos es indiferente no nos esforzamos, por conseguirlo, mientras que nos atrae lo que amamos. En este sentido sí hay determinismo, mejor dicho, condicionalidad, porque siempre que se obra, por algún motivo se obra. La libertad, por tanto, no consiste en obrar sin motivos, sino en obrar por motivos propios, con iniciativa personal, y con conocimiento de aquello que queremos realizar.
En la esfera de lo exterior, de la ejecución de nuestros actos, somos menos libres, porque es preciso que las circunstancias no se opongan; (el paralítico y el maniatado no tienen libertad para moverse). En este sentido dice uno de nuestros modernos pensadores, González Serrano, que «si en la parte ejecutiva de nuestros actos, hemos de contar con el determinismo, queda y subsiste el postulado de la libertad intacto en la parte directiva, es decir, en el empleo de una fuerza dada.» Y como el espíritu es actividad que persigue un fin, mediante su libertad, escoge y dirige los medios para el cumplimiento de este fin.
Pero donde el principio de libertad se nos muestra evidente es en la esfera interior de nuestro espíritu, en nuestra conciencia, y los mártires de todas las ideas han proclamado muy alto este principio de libertad interior. El esclavista que posee una porción de esclavos, el déspota que tiene bajo su dominio multitud de súbditos podrán forzarles a trabajar hasta que caigan exánimes, podrán ser dueños de su cuerpo, de su vida, de su trabajo corporal, pero no de su conciencia. El conquistador más guerrero es impotente para conquistar por la fuerza un solo corazón que lo haya de amar, una sola inteligencia que juzgando injustos sus atropellos, los crea buenos porque el señor lo ordene.
Si es imposible penetrar en lo profundo de los mares sin aire para respirar, es más imposible penetrar en lo íntimo de la conciencia sin la persuasión y el amor: por la fuerza no se doblegará, y seguirá proclamando siempre como principio evidente la hermosa libertad.
* * *
Y ¿cómo es posible que una realidad tan viva como es la libertad humana, haya sido desconocida y negada por algunos? Al ver que tantos pensadores han negado su existencia, que sistemas filosóficos y sectas religiosas la han declarado pura fantasmagoría, cabe preguntar si no será tan sólo una aspiración de nuestra mente, sin otra existencia que la de la propia concepción individual, como la de un sueño agradable.
Por fortuna no hay que temer que sea una ilusión halagadora que al primer soplo de la fría razón se desvanezca. Nada importa que haya sido negada: también ha sido negado el movimiento a esta tierra en que vamos embarcados y que conducía con rapidez vertiginosa de 27.000 leguas por hora a aquellos mismos que se empeñaron en afirmar su quietud. Del mismo modo la libertad humana ha existido siempre, siendo la ley de vida de aquellos que, al negarla, se portaban sin embargo como seres libres y responsables de sus actos.
La dificultad para verla ha consistido en que, en vez de examinarla en nosotros mismos, tal como la vemos en nuestra conciencia, se ha querido partir de principios preconcebidos que por vía deductiva dieron como consecuencia su no existencia; esto ha hecho el panteísmo; esto ha hecho el fatalismo, esto ha hecho el materialismo.
Partiendo de la unidad de substancia en todo, hemos de venir a parar a la completa igualdad en ese mismo todo, y por consecuencia, la personalidad humana con sus diferencias características de ser a ser no existe, siendo los seres una mínima parte del Dios-Todo y nuestra libertad un mito, como lo es ya la propia existencia individual; este es el prejuicio del panteísmo.
Suponiendo que Dios, al par que todo lo dirige, todo lo hace, como todo lo sabe; y deduciendo de ahí que todos los actos de nuestra vida, aun los más libres, están predeterminados por ese Ser superior que, cual el misterioso hado griego, nos obliga siempre a cumplir el destino prefijado por El, quedamos reducidos nosotros ¡pobres seres! a meros cumplidores de sus soberanas disposiciones con lo cual desaparece nuestra libertad: este es el supuesto falso del fatalismo.
Y si admitimos la no existencia del espíritu, siendo sólo nuestras facultades anímicas producto de las fuerzas y funciones corporales, han de estar aquellas sometidas a las mismas leyes de la naturaleza física, como lo está, por ejemplo el calor en su propagación, la luz en su irradiación o la electricidad en su velocidad; leves que pueden precisarse y a las que no escapa ningún fenómeno. Y asimilado de este modo el espíritu al cuerpo, todo acto es mera consecuencia de otro anterior, que a su vez lo fue de otro, lo mismo los que llamamos heroicos y las creaciones sublimes del genio, que los más sencillos fenómenos de la digestión y respiración; así se explica el determinismo materialista.
Pero dejando aparte sistemas, teorías y opiniones pseudo filosóficas, trazando por base de nuestras investigaciones el nosce te ipsum; en nuestro propio ser, al internarnos en él con mirada introspectiva, vemos resplandeciente y majestuosa la libertad interna del espíritu.
Nuestra conciencia, en efecto, nos evidencia que el hombre quiere o no quiere, que es capaz de hacer caso de sus pensamientos y sentimientos que le impulsan a obrar en cierto sentido, y es capaz también de no hacer ningún caso de estos mismos impulsos; y no basta tampoco la amenaza para hacernos desistir, ni el halago para obligarnos a ejecutar; que si nos empeñamos en querer una cosa, aun privándonos de ella continuamos queriéndola, y si no queremos hacerla, aun obligándonos a realizarla, continuamos protestando en nuestro fuero interno de su ejecución, continuamos no queriéndola hacer.
Sí; nuestra voluntad, en la esfera de lo limitado que todo lo humano tiene, es absoluta, completamente absoluta, quiere o no quiere, sin que valgan sofismas ni componendas para oscurecer esta nuestra interna libertad, que es inviolable. Aunque el tormento físico despedace nuestros miembros, y aunque la fuerza bruta nos obligue a ejecutar con nuestras manos aquello que no queremos hacer, proclamamos muy alto ante nuestra conciencia que no somos responsables de aquello que a la fuerza hicimos. Voluntas etiam coacta, tamen voluntas est; y en esta facultad de querer o no querer, de determinarnos o no a obrar por nosotros mismos, es donde aparece el verdadero sello de la personalidad humana.
Los filósofos hasta hoy, siguiendo el intelectualismo cartesiano, se han ocupado con preferencia de la variedad de formas y riqueza de la vida intelectual, sin considerar que el hombre no es sólo una maquina pensante que elabora ideas, sino más bien una entelequia teleológica que decía Aristóteles, una actividad propia que persigue un fin, y esta actividad, en lo interno, completamente libre.
Nuestra inteligencia, en cuanto ve la verdad, de tal modo queda prendida en sus redes amorosas que le es imposible desconocerla, aunque al exterior la niegue; y nuestro sentimiento se siente gozoso cuando percibe la hermosura, y sufre cuando algo le desagrada, y aunque al exterior, hasta cierto punto, podamos ocultar la alegría o el disgusto; a la propia conciencia, es decir, a nosotros mismos, nada podemos ocultarnos. Pero no así nuestra voluntad: ella muchas veces no quiere aquello que la inteligencia demuestra que es bueno, y el sentimiento que es bello y agradable, y contra todos los buenos consejos, igualmente que contra todos los halagos y tentaciones, si se empeña en no querer, no quiere; y viceversa, a veces es uno terco, caprichoso y voluntarioso, y a pesar de la irracionalidad de un propósito y de las malas consecuencias de un acto, hacemos con frecuencia disparates por nuestra libérrima voluntad, por nuestro libre albedrío.
Este es, pues, el sello de nuestra propia grandeza; más que la inteligencia con sus magníficos destellos y más que en el sentimiento con sus divinos encantos, está en nuestra propia voluntad con su poder maravilloso, por lo cual el hombre se asemeja más a la Divinidad. La voluntad, en efecto, es completa, y si puede obedecer a las sugestiones del pensamiento propio o ajeno y a los impulsos del corazón, es voluntariamente, no obligada; del mismo modo que si la Divinidad ha hecho el mundo y le sigue prestando su amorosa protección, es por impulso de amor, no por fuerza ni necesidad.
La filosofía contemporánea tiende a estudiar cada vez más esta facultad soberana. Ya el hombre no es sólo un espíritu que piensa, es una actividad que obra, siendo la libertad su sello de grandeza.
* * *
¿Y qué no habría que decir de su influjo en las múltiples esferas a que se aplica? La libertad, cual nuevo sol, irradia y lleva movimiento y luz al Arte, a la Ciencia, a la vida toda.
No es, en efecto, el Arte servil y adulador el que vive siempre en la memoria de las gentes, el que entusiasma nuestro corazón y nos hace amar lo bello y lo sublime, es el arte que canta a la patria cuando se levanta contra el opresor, es el Arte que odia la tiranía y se personifica en un Nicasio Gallego o un Espronceda. No es la Ciencia que se contentaba con el magister dixit la que acertó a medir los cielos y penetró en lo profundo de los mares, sino la que, rompiendo anticuados moldes, hizo brotar ciencias nuevas por doquier: un día la Astronomía, otro la Química, otro la Geología, otro la moderna Psico-física. No son los pueblos que viven en la servidumbre, aherrojados por el despotismo, los que tomamos por nuestro norte y guía, sino aquellos que saben desplegar de maravillosa manera las fuerzas de su vida, siendo su lema «adelante» el camino del progreso.
Lejos, pues, de oscurecer la libertad como sentimiento o como idea, inspiraremos en ella como el ideal que acaricia nuestra mente, como aspiración generosa hacia un más allá más perfecto en todas las esferas en que se agita y vive la humana actividad.
He dicho.
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