El caminito del cielo
El caminito del cielo
Cada cual tiene en este mundo un lugar predilecto, un sitio preferido. El mío es la orilla del mar.
¡Cuántas lágrimas se han derramado en el insondable océano!
El otro día leí un soneto en donde el autor afirmaba que las aguas del mar son saladas porque eran las lágrimas de las esposas, de las madres, de las novias, de los hijos, de las familias de los náufragos.
Pensando un día en las tragedias que se desarrollan en la superficie y en el fondo del mar, comprendí que un ser invisible me acompañaba. Tomé la pluma para recoger cuidadosamente la inspiración que descendía sobre mí y que voy a trasladar ahora a este papel:
«Hace algunas horas que te envuelvo con mi fluido. Espíritus amigos me acompañan, entre ellos tu madre, a la cual me une una estrecha simpatía, porque las dos sentimos el amor de los amores, el amor maternal, que en toda su pureza, en toda su inmensidad, es un trasunto del amor divino. ¡Cuánto he sufrido por mis hijos! Mi amor a ellos me ha hecho retroceder, estacionarme y adelantar: ha sido siempre el foco luminoso en torno del cual han girado mis existencias.
En mi última encarnación pertenecí a una familia humilde: quise purificarme por el dolor, y sucumbí en la prueba. Mi infancia y mi juventud pasaron sin ningún accidente notable, porque toda mi fuerza de acción la he guardado siempre para mis hijos. Me uní a un hombre por vaga simpatía. Digo mal, no me puedo explicar lo que sentí por él, mas no fue amor. Cuando entre los dos hubo un querubín de ojos azules y ricitos de oro, amé a mi marido con apasionada gratitud; no le amaba por él, sino por mi hijo, a quien adoraba con frenesí.
Sólo una pena acibaraba mi existencia: mi Hermán no correspondía a mi afecto con la pasión que yo hubiera deseado: para quien él guardaba todas sus caricias era para su padre. Cuando éste, que era acomodado pescador, llegaba a la orilla del mar, el júbilo de Hermán era indescriptible, y siempre que su padre se lo llevaba en la barca a dar un paseo, solía decirme:
—Adiós, madre, que me voy. —¿Dónde? —le decía yo. —Voy caminito del cielo.
Me hacía ir todas las noches a la orilla del mar, para ver salir a su padre, y señalando la estela luminosa que dejaba tras de sí la lucecita de la lancha pesquera, exclamaba:
—Mira, madre, mira… mira cuán bonito es el caminito del cielo.
Ocho años fui la mujer más feliz. Mi marido me amaba como yo a él, por gratitud de haberle dado un hijo: aquel ser era el genio del amor, cuya misión fue unir en ese planeta a dos irreconciliables enemigos. Sólo aquel espíritu, todo inteligencia, todo sentimiento, podía unir a dos seres que se habían odiado durante siglos, siendo el odio más vivo en mí, pasión miserable que entorpeció la marcha de mi progreso.
Tenía mi hijo tal ascendiente sobre todos, que yo no puedo expresar el dominio que ejercía en torno suyo. A los ocho años era el ídolo de cuantos le rodeaban: sus compañeros le seguían dócilmente, y hacían su voluntad.
Una noche se fue su padre, como de costumbre, y Hermán permaneció en la orilla repitiendo:
—¡Mira, madre mía, mira! ¡Cuán bonito es el caminito del cielo! Por él se va mi padre…
Y el hijo de mi alma gritaba:
—¡Padre!… adiós… que vuelvas pronto.
Al día siguiente se levantó una fuerte borrasca. Todas las mujeres del pueblo acudimos a la playa, y dos horas más tarde de lo acostumbrado, regresaron todas las barcas pesqueras: todas…, todas…, ¡menos la del padre de mi hijo!
Hermán preguntaba a todos los pescadores: —¿Dónde está mi padre?
Los interpelados volvían la cabeza, y más de un viejo lobo de mar corrió presuroso, huyendo del inocente niño, que reiteraba sus preguntas con dolorosa insistencia.
—¿Dónde está mi padre? —gritaba—. Yo quiero ir con él. Decidme dónde está. ¿Dónde se encuentra?, ¿dónde?… Quiero saberlo, ¿entiendes? Dime la verdad.
Y se agarró a un anciano pescador que le quería con delirio, el cual, dominado por la mirada magnética y el tono imperativo de mi hijo le contestó:
—¿Sabes dónde está tu padre?… Se ha ido muy lejos… muy lejos; va… caminito del cielo.
Entre los pescadores era sabido que mi hijo llamaba al mar el caminito del cielo, lo mismo que al reflejo de las luces en el agua.
—Pues yo quiero ir a buscarle —gritó el pobre niño.
En el rostro de aquellos mártires del trabajo leí mi sentencia de muerte; pues comprendí por su abatimiento que mi marido había sido devorado por las olas; y lanzando desgarradores gemidos, exclamé:
—¡Hijo mío! Tu padre ha ido donde tú no le puedes encontrar.
Mi hijo no manifestó asombro. Él creía sencillamente que iba a encontrar a su padre en el caminito del cielo, o al menos aparentó creerlo, porque, a pesar de ser niño, sabía dominarse.
Aquella noche, Hermán salió furtivamente de casa, pero yo estaba en vela y no tardé en apercibirme de su ausencia. Un presentimiento horrible se apoderó de mí. Corrí hacia la playa. Mi hijo estaba sobre una roca, contemplando cómo se alejaba la última barca pesquera… Le vi a pesar de la obscuridad. Me precipité hacia él exclamando:
—¡Hermán, hijo mío, ven!… Soy tu madre, que te busco.
¿Qué vio mi hijo en aquellos momentos? No lo sé, pero antes que yo pudiera trepar a la roca, le vi caer al agua gritando:
—¡Padre!… ¡Padre!… ¡Allá voy!
¿Quién me detuvo en aquellos instantes?… Como si la luna comprendiera mi ansiedad, rasgó el velo de negras nubes que la envolvía, y su tenue claridad me permitió ver a mi hijo que con la cabeza fuera del agua nadaba vigorosamente, sin separarse de la línea luminosa que dejaba en pos de sí la última barca, y me pareció oír su voz, que repetía:
—¡Padre!… ¡Padre!… ¡Allá voy!…
Después… todo quedó en tinieblas… y mi razón también.
Cuando la recobré, supe que había estado un año loca. Mi locura, completamente inofensiva, había consistido en preguntar a todos los pescadores cuando arribaban, si habían encontrado a alguien en el caminito del cielo.
Recobré el juicio, para caer en la desesperación. La vista de los niños me era extraordinariamente repulsiva, y deseaba su muerte.
Parecíame que Dios era injusto dejándolos en la tierra después de la muerte de mi hijo, de cuya desaparición nadie se dio cuenta, hasta que me encontraron cantando en la playa, loca perdida.
Seguí luchando con mi desesperación algunos meses, y huyendo de cometer un crimen en un niño inocente, al que tomé un odio feroz, decidí poner fin a mis días. Una noche, en el mismo sitio donde se arrojó mi hijo, me lancé al mar, invocando su nombre.
Aunque el suicidio es una de las faltas más graves que puede el espíritu cometer, pueden, sin embargo, concurrir en él circunstancias atenuantes, como concurrieron en el mío. Yo atenté contra mi vida, huyendo de cometer un asesinato, y creyendo hasta lógico que, así como mi hijo se fue a buscar a su padre, yo indagara el paradero de los dos.
¡Desdichada de mí! ¡Cuán triste fue mi despertar!… Si lejos estaba de mi hijo en la tierra, ¡cuánto más lejos he estado y estoy de ellos en el espacio!
Hace muchos años, muchos, que veo el mar con su línea luminosa, con su caminito del cielo. He tardado mucho en comprender la realidad, porque mi turbación no me lo permitía. Hoy ya sé que mi hijo me protege y que en unión de su padre trabaja en mi mejoramiento, harto difícil por desgracia. Soy un espíritu muy apegado a la materia, muy exclusivo en mis afectos. Aún fijo mis ojos con envidia en la madre que acaricia a un pequeñuelo, pero felizmente, no tan sólo no odio ya a los niños, sino que los amo, y aun sostengo a algunos de ellos en sus vacilantes pasos por la tierra.
Comprendo que derrocho un tiempo precioso en mi apego a las cosas de la tierra sin saberme elevar sobre las miserias del mundo al que ya no pertenezco; pero mi terquedad e ignorancia pueden más que las inspiraciones superiores que recibo.
En mi estacionamiento, he conocido a tu madre, que también está estacionada cerca de ti. Para ella no hay más mundo que tú, como para mí no hay más idea que mi hijo. Y aunque sé que no está en la tierra, ella me reproduce el cuadro de su infancia. Le veo sonreír en mis brazos, y este cuadro me seduce a veces hasta causarme una ilusión completa que me hace casi feliz. Reconozco la inferioridad de mi espíritu. La mirada del ser desencarnado no debía retroceder, sino siempre avanzar, pero por ahora no me siento con fuerzas para cambiar de rumbo. Te estoy muy agradecida por haber aceptado mi inspiración y por haber contemplado con afán, inexplicable para ti, la senda luminosa que mi hijo llamaba el caminito del cielo.
En esta existencia no has comprendido lo que es el amor maternal, pero sientes sus divinos efluvios. Porque si algo en la tierra te sonríe, no lo dudes, después de Dios, todo se lo debes a los consejos de tu madre y a su trabajo incesante. Ella inspira a los protectores terrenales. Ella desciende a los menores detalles de tu vida. Ella se eleva pidiendo a los espíritus de luz que envíen sus destellos sobre tu cabeza. Ella, en fin, se multiplica para apartar los zarzales que pueden herirte en la senda que recorres».
Conmovióme profundamente la historia de este espíritu, y más aún las revelaciones que me hizo sobre el noble espíritu que constantemente vela por mi bien y de cuya protección he de procurar hacerme digna, como también de su amor.
Indudablemente, una buena madre es el hábil ingeniero que inventa, que pide a todos los conocimientos humanos y divinos los medios necesarios para llevar a sus hijos por el camino de la perfección, que bien podemos llamar ¡el caminito del cielo!
(El caminito del cielo forma parte de la antología Cuentos espiritistas)
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