La vida universal
Esa inmortalidad de las almas, que tiene como base el sistema del mundo físico, pareció imaginaria a ciertos pensadores prejuiciosos; la calificaron irónicamente de inmortalidad viajera, y no comprendieron que sólo ella era verdadera ante el espectáculo de la Creación.
Sin embargo, se puede comprender toda su grandeza, incluso yo diría, toda su perfección.
Que las obras de Dios sean creadas para el pensamiento y la inteligencia; que los mundos sean moradas de seres que las contemplan y descubren en ellas, debajo del velo, el poder y la sabiduría de Aquel que las formó, son cuestiones que ya no nos ofrecen duda.
Lo que importa saber, no obstante, es que las almas que las pueblan sean solidarias.
De hecho, la inteligencia humana encuentra dificultad para considerar que esos globos radiantes que destellan en la inmensidad sean simples masas de materia inerte y sin vida.
Le cuesta pensar que en esas regiones distantes no haya magníficos crepúsculos y noches espléndidas, soles fecundos y días plenos de luz, valles y montañas donde las producciones múltiples de la naturaleza desarrollen toda su lujuriosa imponencia.
Le cuesta imaginar que el espectáculo divino con el cual el alma se robustece, tal como ocurre con su propia vida, carezca de existencia y de algún ser pensante que pueda conocerlo.
Con todo, a esta idea eminentemente acertada de la Creación, es preciso agregar la de la humanidad solidaria, y en eso consiste el misterio de la eternidad futura.
Una misma familia humana fue creada en la universalidad de los mundos, y a esos mundos han sido confiados los lazos de una fraternidad que aún no sabéis apreciar.
Esos astros que se armonizan en sus vastos sistemas están habitados por inteligencias que no son seres desconocidos unos de otros, sino seres que llevan en la frente las señales del mismo destino, que habrán de encontrarse temporariamente según sus funciones de vida, y que se encontrarán de nuevo según sus mutuas simpatías.
Es la gran familia de los Espíritus que pueblan las tierras celestes; es la gran irradiación del Espíritu divino que abarca la extensión de los cielos y que permanece como modelo primitivo y último de la perfección espiritual.
¿Por qué singular aberración se creyó que era necesario negar a la inmortalidad las vastas regiones del éter, para encerrarla en un límite inadmisible y en una dualidad absoluta?
El verdadero sistema del mundo, ¿debía entonces preceder a la verdadera doctrina dogmática, y la ciencia preceder a la teología?
¿Se extraviará esta última mientras establezca su base en la metafísica?
La respuesta es sencilla, y nos muestra que la nueva filosofía habrá de instalarse triunfante sobre las ruinas de la antigua, porque su base se habrá erguido victoriosa sobre los antiguos errores.
Allan Kardec
La Génesis, los milagros y la predicciones según el Espiritismo.
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